Dedicatoria

A Gladys.
A Federico.
A Carolina.

Epígrafe

“Mi siglo agonizante y renaciente,
mi siglo, cuyos últimos días serán bellos,
esta terrible noche que desgarra alaridos
{de aurora,
mi siglo estallará de sol, querida,
lo mismo que tus ojos”
NAZIM HIKMET

Uno

Volvemos a vivir. Volvemos a soñar. Volvemos a empezar. O.K. Aceptemos que la vida es un azar planeado: por eso tengo la certeza de que nunca será tarde para que estemos juntos, Anabel. Jamás para que riamos de nuestras pasadas ocurrencias o para que lloremos la desdicha de haber perdido años luminosos, días dorados, horas invalorables. Yo sé que pronto miraremos nuestros rostros marchitos, gastados por la mudanza de tantos años duros, abolidos en su belleza de antaño, pero hermosos en su antifaz melancólico donde expresamos la fuerza inagotable de nuestra alma que alguna vez fue feliz. Comencemos a arder, Anabel, recomencemos. Naturalmente, me responderías si estuvieras frente a mí, casi sin hacer caso de mis reflexiones. Siempre he preferido escribir a vivir. Pero la vida misma a ratos impide que pueda escribir. A las 3 y media de la madrugada despierto sobresaltado por algo que no puedo racionalizar. Como estoy en posición horizontal, bocarriba y sin almohada, siento de súbito un obstáculo en la garganta que me impide tragar saliva, lo cual va creando aceleradamente un sentimiento de angustia. La respiración me falta, la ansiedad crece, la imaginación comienza a poblarse de pensamientos confusos: estoy en una celda oscura, estoy en una clínica con tubos en la nariz, donde no puedo moverme con libertad; estoy en la parte trasera de un vehículo, donde no hay puertas ni ventanas... ¡FFFFF! Doy un salto desesperado de la cama y en un santiamén estoy de pie buscando (y encontrando) el aire. A mi lado, Bertha duerme plácidamente. En la cuna, Minana duerme el dulce sueño de sus plutos y sus tribilines. Pasan dos minutos, tres, cuatro... A los cinco minutos voy recuperando lentamente el ritmo normal de la vida. Salgo de la habitación, donde me desespero de ver tantos libros, papeles, carpetas, ropa, trapos, juguetes y cacharros de diversa índole, bajo al primer piso en busca de agua y me voy sintiendo mejor. Vuelvo a la cama pero no me acuesto. Me siento sobre el lecho y tomo un libro al azar: La arboleda perdida, de Rafael Alberti. Lo ojeo y lo dejo distraídamente sobre el escaño. Tomo el Neruda de Volodia Teitelboim. Repito la anterior operación. Luego una biografía de Marguerite Durás, una Antología poética de Nazim Hikmet, un libro de Christiane Barckausen sobre Tina Modotti y El libro de Bech de John Updike. Poco a poco me va cogiendo el sueño, me recuesto y sólo me doy cuenta que estoy vivo cuando Bertha me despierta exclamando: Son las 6! Minana llora y yo bajo a prepararle el biberón: cuatro cucharadas de leche “Klim”, dos de “Nestum” y agua hervida... El agua tibia y refrescante cae de la ducha limpiando no sólo mi cuerpo sino mi alma. Bertha trae a Minana. Le doy un baño rápido en medio de juegos, mimos y sonetos modernistas: porque es pura y es blanca y es graciosa y es leve, como un rayo de espuma que se cuaja en la nieve o como una paloma que se queda dormida... A Minana le causa risa el que yo me cepille los dientes ante el espejo. Nos vestimos. Bertha sirve el desayuno: chocolate en agua, pan tajado o galletas de soda con margarina. Bertha acaba de maquillarse y sale para la oficina. Minana me pide el bolígrafo y comienza a pintar garabatos sobre el rosado colchón que acabamos de estrenar hace apenas dos días. Después de todo, el general Santander no pasaba de ser un leguleyo sirvientero. Pero tengo el alma de nardo del árabe español. Y qué? La verdad es que a Joyce en aquel momento lo único que le interesaba era su libro en marcha y por eso trataba ávidamente de conocer griegos y judíos ---que no podían sospechar las remotas intenciones de su interlocutor al preguntarles y hacerles hablar---. Por lo demás, bebía, empeoraban sus ojos y dedicaba horas y horas a ensayar pequeñas modificaciones en una sola frase de aquel gran libro del cual su mujer sospechaba era una cochinada. Comentaba alguna vez John Dos Pasos que Hart Crane tenía un verdadero talento poético y una cierta honradez personal que no se encuentra a menudo entre los que se dedican a la literatura. Vamos, Anabel, todo eso es anécdota. Lo que importa al fin y al cabo es la obra literaria, el poema, el cuento, la novela. Lo demás es cháchara. Si, pero en fin, que el hombre y su obra son una misma cosa, que el estilo es el hombre, que bla bla bla, que patatín, que patatán. Pongámonos de acuerdo, Nicolás: la palabra encarna al hombre. Y el hombre... Sí, ya lo sé, el hombre es hombre por la palabra, el hombre es pensamiento-palabra, ya lo decía don Dámaso Alonso, y pelícano que se abre el pecho lo entrega como para una comunión. La mujer se rió en silencio, para sí misma, y volvió a mirar al espejo, de reojo. Se vio gozosa y joven, a sus 46 años, la cabellera como cascada inmóvil y las largas piernas deseantes, ávidas de envolverse ---serpiente de trigo--- entre las masas velludas de los muslos de su amante. Animula vagula blandula. No, nada de eso. Para entonces ni Anabel ni yo hablaremos de esas cosas. Ya no habrá más discusiones. Se acabaron para siempre las polémicas. Seremos nuestros. Evocaremos con memoria selectiva lo mejor de nuestras vidas, de nuestros hechos, de nuestros actos de amor. Lo puro y lo vital. Pero también los libros. Las vivencias bebidas en aquellos buenos días entre café y tragos de aguardiente, leyendo a Joyce, a Beckett, a Henry Miller, a Anaís Nin...Cuando yo le quitaba el libro de las manos para canturrearle algún rondel de León de Greiff: esta mujer es una urna llena de místico perfume, como Anabel como Ulalume, esta mujer es una urna... Y besitos en el aire. Besitos al aire. Besitos de aire. Nicolasito, hazme un té. Con cogñac? Como quieras. Y el juego y las caricias y los ojos cerrados y la cosa más seria: por favor, Anabel, cuando vaya a venirme no me guillotines bruscamente con la osamenta de tu pelvis, déjame venirme feliz, a mis anchas... No seas bobo, Nico, haré lo que me digas. Y le digo: el culo, el derriere, el rabo, el chirringongo, la cuca, la chócola, el pozo, la crica, el sapo, la canal, el poderoso, la pinga, la cotopla, el instrumento, la trola, la gargamantúa, la picha, el pito, la guasamayeta, el cíclope, la yuca. ¡Por Dios!, la inmadurez de la gente inteligente es un momento lamentable! A los 7 años quise ir a París tras las huellas de Minou Drouet. A los 13 tras las de Sartre y Camus. A los 15 quise imitar a los escritores de la “Generación Perdida”, a Joyce, Scott Fitzgerald, Hemingway, Ezra Pound. T.S. Eliot. A los 18 temblé de emoción cuando leí el Trópico de cáncer y Henry Miller fue el pontífice de mi religión literaria. De los 20 a los 45 años quise ser a un mismo tiempo Baudelaire, Beckett, Aragón, Eluard, Neruda, y más cercanamente, Luis Vidales, García Márquez y Vargas Llosa. A los 50 vuelvo atrás y no corrijo uno solo de mis signos y mis sueños. París y literatura son para mí la misma cosa: lo cercano y lo lejano, lo pasional y lo febril, la primavera, la vida, el otro lado de la estrella. Fácilmente te escucho: aunque muerdes, de lejos, la letanía del sueño, la fiera de tus ojos me acorraló arañándome, y por esa vibrante mirada se cuela el arroyo de tu música insomne o la catarata de tu voz rutilante. Por eso te escucho fácilmente: siento venirte en gotas de campanas y a mi diestra se siente un aroma de aguas. Heráclito bañándose dos veces en el mismo río. En este río que inventan mis palabras. Tenlo siempre presente, Anabel: antes de tenderme sobre tu cuerpo limpio, brilla en tu pecho la luz de mi sonrisa. Le coloco su ruana con caperuza, la cargo sobre mi lado izquierdo y cuelgo la pañalera sobre el hombro derecho. Luego salimos a recibir el frío húmedo y la neblina bogotana. En la esquina se desata un torrencial aguacero. Con no poca dificultad saltamos a un bus ejecutivo. Mientras pago y recibo las vueltas, la niña se golpea suavemente con el tubo de la agarradera. Llora un poco y balbucea: mam-má. El aguacero crece hasta borrar toda visión en los ventanales del vehículo. Cuando desciendo, el charco inunda mis zapatos y la lluvia cae sobre nuestros rostros. Sin embargo, no pierdo la serenidad y avanzo caminando a zancadas, eludiendo charcos y toreando automóviles, buses y motocicletas. Seis cuadras más adelante está el jardín infantil. Al fin llego, le estampo un beso a Minana y ésta ensaya con una manita a decirme: adieu. Enternecido y adolorido en hombros y brazos, vuelvo al torbellino acuoso de la ciudad. La misma duda, similar dilema, idéntica pregunta de José Kristián en Las puertas del infierno, de José Marxial en El muro y las palabras y de Tomasito Iglesias en El esplendor del silencio, se formula Nicolás Aédo en Ómphalos, cuando inquiere acerca del género de la obra que narra y/o protagoniza: Novela? Quizás no. O tal vez sí. Bueno, no: no es una novela. Sí: no nos mintamos. De todos modos, nunca el género había estado más cerca de sí mismo que en estos textos. En el norte de Bogotá, en los pantanos de Torca, Guaymaral, Suba y Usaquén, varias especies endémicas se extinguieron y las demás están en vía de extinción o amenazadas. Entre las primeras se pueden citar el zambullidor colombiano, cira, pato pico-de-oro y el atrapamoscas barbado; entre las amenazadas se encuentran, entre otras, guaquito, pato carraugo, pato turrio cariblanco, tingua de Bogotá, tingua moteada, focha, cucarachero de pantano, monja y chisga. Y además, veinte poemas de amor y una canción desesperada. Hace pocas semanas me apareció un absceso o forúnculo en el pecho, precisamente en el lugar, donde, supongo, está el corazón. Creció y se volvió una masa rojiza, doliente, asquerosa, hasta que le salió boca y comenzó a secretar sangre y pus. Al apretar el turupe sentía un dolor de los mil demonios. Un mes después, Minana apareció con el mismo forúnculo, debajo de la axila. Bertha y yo nos alarmamos. Cuando llegamos donde el médico ya se le había reventado. Lo que siguió fue el drama vivo de mi alma: con una cuchilla filuda, mientras una enfermera le sujetaba con fuerza los pequeños brazos y yo le sostenía las piernas, el médico le perforaba el absceso, en tanto que la niña daba gritos, sudaba a borbotones y me miraba con angustia. Me sentía tan adolorido y tan impotente que por momentos quería darle un puñetazo al médico, pero no. Sólo podía sufrir y esperar. Después de haber brotado abundante sangre y materia, el médico ordenó a gritos: llámenme a la Choncha, que traiga gasa, drenaje, “Isodine”, bisturí... voy a hacerle una pequeña cirugía... Mudo y como autómata, fui echado del consultorio. Cerré la puerta y el llanto de mi Minana comenzó a crecer, haciéndome sentir culpable. Por un instante, cerré los puños y los ojos y golpeé suavemente mi cabeza contra la pared mientras lloraba desesperado. Un cuarto de hora más tarde se abrió la puerta y el médico me invitó a pasar. Minana, bañada en sudor y con el cabello totalmente mojado, lloraba y me hacía pucheros. Casi no la podía ver a través de mis gruesas lágrimas. Bajo la axila, el drenaje, luego vendas y esparadrapos. Que tome cada seis horas, 5 centímetros de “Diclocil” y que vuelva pasado mañana. Y yo me quedé frío. Y tranquilo. El resto del día me la pasé mirando a la bebita, jugando con ella, contándole cuentos y rimándole juegos. Ella no volvió a sentir molestias y en ese momento yo no quería hacer otra cosa que vivir para Minana, para su consentimiento y para su alegría. A las pocas semanas me invitó a comer Xu Si-Gui, agregado cultural de la Embajada de la República Popular China y me brindó de aperitivo whisky en las rocas acompañado de maní salado. Luego, en el suntuoso comedor, me brindó langostinos con berenjenas y pimentón; unos fideos muy parecidos a las raíces chinas; arroz frito con huevo, zanahoria picada y alverjas; pollo en salsa, carne de res, rollos primaverales, todo ello rociado con vino de uvas. Al final nos sirvió un dulce de lichi, o sea, “ojo de dragón”, una fruta china aromada, parecida a la pomarrosa en el sabor, pero blanca y redonda como una cebolla. Para bajar la comida, nada mejor que el té de jazmín con caramelos de melodón, fruta cristalizada parecida al dulce de papayuelo. Ver mis palabras escritas sobre el papel me hace muy feliz, Anabel. A veces pasan meses y años en que repaso con mis ojos las mismas páginas y cada palabra, cada signo que forma palabras y frases, me hacen sentir la alucinación suprema de la alegría, y de pronto, como si me sintiera no merecedor de este júbilo íntimo se va colando por orejas, nuca y luego pecho y estómago, un demonio invisible, ardoroso y terrible, de malestar y angustia, de culpa e infelicidad, que me puede durar días, semanas, meses y hasta años. Nunca he podido racionalizar este extraño fenómeno, y en verdad, no me interesa. Sólo quiero que no vuelva a sucederme jamás. Es como si Dios (o un dios advenedizo) me estuviera pidiendo cuentas y de pronto me dijera: Bueno, joven cincuentón: durante treinta años le he regalado las herramientas de la felicidad, ahora haga méritos y devuélvamelas! Pero, en verdad, tú te imaginas a Dios en ese plan revanchista y de perdonavidas? Bueno, es algo espantoso y ahora no sé quién está dentro de mí: si Dios o el demonio, o ambos en empatada lucha. ¡Dios mío! ¡Gana Tú! Como Martí tengo dos patrias: la mía y la noche. Usted ve a esa exuberante mujer: qué cuerpo, qué ojos, qué piernas, qué halo de sensualidad! Levanta usted esa falda, la despoja de sus delicados calzoncitos y halla una vertical oquedad peluda que le puede producir placer. Un placer alto, grande, ancho, profundo e indescifrable. Entonces, señor-no-enamorado-y-sí- excitado, allí comienzan sus problemas. En menos de dos años fueron tántos los reveses y contratiempos que hube de soportar a causa de ese hábitat húmedo y velludo, que una vez salí a la carrera séptima y al ver tántos centenares de mujeres caminando por allí, apuntaba con el ojo el sitio del durazno y colocaba un papel imaginario que decía lacónicamente: “Problemas”. Uno de los mejores novelistas colombianos contemporáneos es García Márquez. No sonría: no estoy cayendo en el lugar común, aunque el lugar común para expresar una verdad, no importa. No me refiero a Gabriel, que es el mejor de todos indudablemente, sino a Eligio, su hermano menor, el hijo que yo tuve con mi madre, a quien los críticos no han analizado como se lo merece, pero quien ha escrito una novela titulada Para matar el tiempo, que es sencillamente hermosa y perfecta, territorio consumado donde la vida ocurre, el tiempo transcurre y el lenguaje recrea admirablemente vida, espacio y personas. Prueba, Nicolás, a hacer una novela tradicional, lineal, como las buenas, porque el experimento se puede quedar en eso, en simple experimento, en aborto, en probeta quemada, en menjurje chueco. Bien, bien. A veces, no lo niego, me llega la inspiración y el ángel de la palabra baja como un torrente lógico. Klaus: no imagino la expresión de estupor, de confusión, de irrealidad, que tendrá tu rostro cuando entres a la alcoba y la encuentres casi vacía, con señas inequívocas de que cumplí mi palabra y me fui. Y me fui para siempre, para no volverte a ver ni en retrato. No me imagino la furia confundida con dolor e impotencia, pero sí me imagino con absoluta facilidad, cómo, ya repuesto de la inicial sorpresa, a los treinta y ocho segundos, tu actitud de dejarte caer sobre la cama, abrir las piernas, colocar sobre los muslos los codos y tumbarte sobre las manos en gesto suplicante. Volverás a tener un brevísimo acceso de furia, incluso, podrás dar un puñetazo sobre el vidrio de la mesa de noche, o talvez no, solamente apretarás los dedos y tus ojos no alcanzarán a fijarse en ningún punto. Apretarás los dientes, morderás el aire y te levantarás de nuevo, o no harás nada de eso, sino que seguirás por largos minutos con la cara enmascarada entre tus dedos y posiblemente mascullarás palabras, dos o tres palabrejas y una que otra palabrota. Te conozco. Dirás algo así como: vieja perra inmunda o sencillamente balbucirás qué vaina carajo no seamos tan pendejos. Ahora sí te levantarás y buscarás un papel, una carta, algún mensaje, algún signo o símbolo que indique o explique mi conducta. Pero, susceptible racional, a lo mejor no buscarás nada sino que tendrás rápidamente el argumento lógico de mi partida. Tanto amenazó que al fin lo hizo. Ahora sí me jodí. Me jodí, carajo, para siempre. Pondrás los cinco dedos de tu diestra sobre el aparato telefónico, pero no acertarás a llamar a nadie. Quizás irás al bar y mirarás la botella de aguardiente recién comenzada o la de whisky barato aún sellada o la de vodka gringo en la botella plástica. Rabia, furia, dolor, nostalgia, confusión, acelere, serenidad o qué sé yo. Abres la de whisky porque has recordado que hace dos semanas el médico te encontró la presión alta: 180-110. Muy alta. Entonces a comer bajito de sal y a beber whisky con mucha agua. Más bien, al momento de servirte el trago, se te ocurre desconectar el teléfono y te pones a beber, copisolero, sin saber qué música colocar en la casetera o no oír nada. Mil pensamientos rápidos y confusos cruzarán tu mente en menos de una milésima de segundo, o en un segundo o en dos, tres, cuatro minutos: desde la expresión de mi rostro en muchas actitudes hasta la tarde en que nos conocimos, o el olor de mi pelo, o las carcajadas en las madrugadas, o el viaje a Venezuela o mis reglas inesperadas o tus invasiones sexuales en medio de bostezos y sonrisas con los ojos cerrados. O a lo mejor nada de eso ocupará tus pensamientos: tan solo los argumentos, pretextos, motivos o ángulos sensibles que hubiesen podido ocasionar mi determinación definitiva.O te ríes o lloras o pateas o vas a orinar mecánicamente o buscas una galleta de soda y después de untarle margarina te la llevas a la boca masticándola lentamente o recuerdas que me esculcabas el bolsillo de mi chaqueta de cuero mientras caminábamos bajo la lluvia, de noche, y sólo hallabas monedas de veinte y de cincuenta confundidas entre miguitas de galletas de dulce o cáscaras de maní. O recordarás aquella quebrada caprichosa, de tu poeta predilecto, adonde los aromas palpitantes treparon , y sentirás deseos de buscarme por toda la ciudad. O me odiarás con todas las fuerzas de tu alma, o sentirás una erección irracional, infernal, incontenible, permanente, que te hará desearme una vez más hasta masturbarte para salir del paso o ir hasta el baño para rociarte un poco de agua fría. O nada de eso. ¿Qué harás entonces? ¿Qué pensarás de mí exactamente? En la duermevela: una figura masculina color crema ---¿el rostro o la camisa?--- se sacude como ave mojada. Tu belleza sencilla, sin adornos, descuidada, tu mirada de niña otoñal, tu pelo negro, tu larga cola de caballo refulgente como rayos de sol oscuro, tu tranquilidad sensual cuando estás sentada detrás de la caja registradora, y tu histeria (hysterión: útero!), tu inquietud, tu eterno femenino sobre tus tacones que suenan música de sexo cuando caminas sobre las baldosas y mueves tu rostro intranquilo y tu pelo y tus ojos en un ir y venir de sensuales imanes de terrenales formas. Malcolm de Chazal (Isla Mauricio, 1902-1981): Un bello cuerpo de mujer es la mejor lamparilla de noche. Dormir acompañado vuelve la noche menos opaca. El otro día, escribe Blaise Cendrars, cumplí 60 años, y es únicamente hoy, cuando llego al final de esta historia, cuando comienzo a creer en mi vocación de escritor. Y remata Henry Miller, al comentar la anterior reflexión: poned eso en vuestra pipa y fumadlo, muchachos de 25, 30 y 40 años de edad que estáis constantemente sufriendo porque todavía no habéis logrado haceros una reputación. Sentíos contentos de estar todavía vivos, de estar viviendo todavía vuestra vida, todavía recogiendo experiencia, todavía gozando de los frutos amargos del aislamiento y el abandono. Y yo, poeta de Colombia, obsesionado con París, sumergido en la literatura, avasallado por la belleza de la mujer que amo! ¡Por Dios! Onnubilado por la sabiduría de Villón, Rabelais, Rousseau, Racine, Baudelaire, Víctor Hugo, Montaigne, Rimbaud, Verlaine, Balzac, Stendhal, Lautreaumont, Dujardin, Mallarmée, Voltaire, Proust, Gide, Valéry, Aragón, Barbusse, Bretón, Eluard, Desnós, Sartre, Beauvoir, Camus, Le Clézio, Durás, Yourcenar, Sarrazin, Sarraute, Claude Simon, Robbe-Grillet, Butor... Lo gratificante de este ombligo que estoy escribiendo consiste precisamente en escribirlo. Su verdadera historia es el placer de su escritura. Luna de hiel, película del perverso Polanski, basada en la novela Lunas de hiel de Pascal Bruckner, es la historia de Oscar, un inválido, mediocre escritor americano con tres novelas sin publicar, que busca vivir en París las experiencias de Henry Miller y de Hemingway. Vive su vida, hace su historia, rinde culto a la sexualidad y a la muerte. Ínfima es la palabra poética, única cuando no tiene lágrimas, bélica si se enfrenta a la víbora, tímida si te canta sonámbula. Zarpa barca en dulce tránsito, a tu porvenir explícito, en busca de un verde cántico o de un verso solemnísimo.Veo Niña bonita, de Louis Mallé, con Brooke Shield, en el papel de niña-prostituta de 12 años, en Nueva Orleáns, 1917 y Scott Joplin interpretando en el bar sus rags y un tango. Veo veo veo retazos de gentes colores colores colores, zapatos que caminan piernas faldas árboles trolleys oigo oigo oigo rags jazz blues versos astrólogos y desastrólogos huelo huelo huelo interiores de vírgenes y de sus madres aún primaverales siento siento siento pasos de animal grande acercarse a mi conciencia toco toco toco tu piel de masmelo de manzanas bebo y como y gusto un zumo de clítoris gélidos. A veces, Minana parece una energía de pequeños daños sucesivos: no le gusta que le ponga determinados calcetines o zapatos o camisa o faldas. Forma fenomenal bronca, llora, patalea y sabotea la buena intención y el buen genio. Al rechazar la postura de la media, patea sin querer la mesita donde se halla el vaso con Coca-Cola, riega el contenido encima de las cobijas, papeles, camisas, y de paso rompe la copa de vidrio. Por distracción tomo un libro amado, de páginas finas, o el álbum de fotografías familiares o el manuscrito de la novela y Minana estornuda dejando gotitas de rocío personal encima de esos objetos sagrados. Quiere a toda costa seguirme: al baño, al teléfono, a la cocina, al patio, y desde luego, a la calle. Tiene un genio endemoniado, pero lleno de talento. A veces me saca de quicio. En ocasiones extremas, le doy tres palmadas en la mano, que la hacen llorar más por despecho que por dolor. Pero la amo, Dios mío, la adoro. El señor es mi pastor, nada me faltará. Acaso cada dolor físico parece ser el peor: tengo un barro ciego en el bajo vientre que en un principio parecía una inofensiva picada de pulga. Con los días crece el brote, pica y duele. A la semana, un atolón rojo de tres centímetros de diámetro atormenta mis días y mis noches. Con un alfiler ardiente me punzo y sale abundante materia: al apretar el brote, el dolor se agudiza hasta las lágrimas. Así, dos, tres, cuatro, cinco días más. No puedo reir ni toser ni dormir. El dolor es exacto al derivado de una atroz puñalada. Acudo a todos los médicos improvisados del camino: que paños de agua caliente con sulfato de magnesia, que pomada “Fucidín”, que antibióticos por vía oral, que inyecciones de “Bencetazil”, que aguas de Silicea... Consumo todo y cada vez peor. Desequilibran mi rutina de manera total. Cada curación es un martirio, una tortura infernal, la inquisición vivita y coleando en mi pobre corporeidad. Al fin me alivio. ¡Aleluya! Me curo. La cicatriz me importa un bledo. Todo lo demás me importa un pito y me seguiría importando eso sino fuera porque dos semanas después, me nace un brote similar en el pecho, lo que obliga a repetir el martirio para después volverse a repetir varias veces, como en un círculo de navajas ardientes que te hace infeliz y desdichado hasta la depresión, hasta el descenso a los infiernos, hasta la más triste locura. Todo el año 1980 vi el aire gris y negro, sin erotismo ni sexualidad, como si una araña de espadas me castrara los sueños. En el 85 perdí la fe en la fuerza de la mente: me dije: son simples lucecillas fugaces de lucidez. En el 94 perdí las ganas de vivir: nada tenía gracia, súbitamente nada tenía importancia. Sombras efímeras, pero intensas. Pero fugaces. No temas, amigo. Era tanta la obsesión y la repulsión por el ruido del teléfono, que me sobresaltaba a medianoche, cuando de pronto sonaba el inmundo timbre. Decidí desconectarlo en las noches. Una mañana, luego de una extensa vigilia de lecturas y meditaciones más o menos tranquilas, me despertó el timbre telefónico. Me levanté confundido y me tranquilicé cuando dejó de sonar. No supe jamás, en verdad, si había sido sueño o realidad.Ahora, acosado por deudas infinitas, por ruidos imprudentes, por permanentes batallas familiares y trastornos callejeros, acosado por fantasmas malignos, escribo. Escribo para no declararme vencido, para no morir. Con la salud mental en el abismo y la salud física en el asfalto, escribo. Rodeado de demonios y nostalgias, fracasado en mil luchas, indignado y frustrado, agónico y a orillas de la angustia, escribo. Sólo eso, escribo. Ya te lo he dicho, Anabel. Ya lo sabes, Bertha. Ya lo sabrás, Minana: durante 20, 25, 30 años, he tenido que cargar a mis espaldas el pesado bulto de huevos podridos de la mediocridad. Y todo por la pasión ¿y por qué no? por la belleza rara, por el revés de la moneda. Por donde quiera que voy, que veo, que leo, encuentro sabiduría, pensamientos espeluznantes. Hé ahí la verdad. Pero todo ello al lado de un mundo que se desmorona, que se desbarata, que se sumerge entre el egoísmo y la violencia. La palabra, el signo, la escritura, el lenguaje, la voz, el chillido, el alarido, el monosílabo, el susurro, el murmullo, la ventana al aullido, la antorcha del sonido, el ruido, el son, el verso, la estructura sonora, el grabado, la vida. Al emprender esta aventura narrativa, la más ambiciosa de mi vida, tengo la edad de Don Quijote: 50 años y algunos libros publicados, sin éxito. Como quien dice: estoy empezando de nuevo, como si tuviera 20 años y ningún libro escrito. Me he casado tres veces. Tengo dos hijos: Rodrigo, mayor de edad, y Minana, de un lustro escaso. Las dádivas y las cucharas con que alimentamos el presente, secarán nuestras lágrimas cuando el hoy sea nostalgia. Un año antes de mi nacimiento yo morí en un campo de concentración. No puedo precisar si era un prisionero ---En Auschwitz, Buchenwald, Treblinka---, un judío, un soldado, un enfermero, un hombre, un niño... Al morir entré en el joven cuerpo de este señor que ahora escribe prosas y versos y que de cuando en cuando escudriña a ese ser que yo fui antes de esta dimensión en que ahora vivo. Yo estoy seguro que antes habité algún lugar de Europa entre la guerra. Fraulein me es familiar. Kreitzler también. Los documentales alemanes me conmueven, siento a la vez terror y regocijo, alegría y nostalgia, conmoción más allá de lo común. Sin embargo, en la primavera de 1989 yo estuve en Alemania, visité diez ciudades, conversé, sentí y olí y bebí entre sus campiñas y sus gentes, moré en la casa del antiguo führer de Turingia y nada vi y nada comprobé. No estoy, pues, tan seguro, amigos míos, de una vida anterior en esos aires. ¿Sería en Polonia? ¿En la antigua Bohemia? ¿En Lídice por ventura? ¿En Austria? ¿En la Hungría de entreguerras? ¿En Lituania quizás? ¿En Estonia, Letonia o Bielorrusia? Porque más allá, hacia el Oriente, no veo ni siento ese demonio dulce que desgarra mi alma. Dos veces estuve en la Rusia del zar y en la URSS de Lenin y no presentí ninguna ánima perdida. Talvez yo era tan solo un pasaje musical en Bela Bartok o un allegro de Berg o un remedio en una clínica de Leipzig o un pedazo de noche en Bratislava o una frase quemada de Kafka o una astilla del muelle de Danzing, no sé, pero el gusano fluye, el aleteo de aquella dimensión sacude el sueño y no tengo respuestas ni delirios. Descifrarte, Nuria: hé ahí el desafío de la luz cuando no estás frente a mí. Veo cine como cuando tenía 15 ó 16 años. Cines de hoy, de ayer, de antier. He vuelto a admirar el cine de mi remota adolescencia. He revisitado 30 años después, las buenas películas de aquel tiempo febril de mi educación sentimental, de mi bautizo intelectual. Algunas, cuyo títulos y temáticas conocidos de oídas, las vi por vez primera. Pero, sin salir de mi buhardilla, desde un pequeño aparato de televisión, atrincherado, sábados, domingos y lunes festivos, he visto La venganza, El estafador, La dolce vita, La caída de un ídolo (con Humphrey Bogart), Crónica de una muerte anunciada, El eclipse, Antonieta (de Carlos Saura, un perfil de José Vasconcelos), Los amantes de Montparnasse (con Gerard Phillipe, Lilly Palmer y Anouk Aimée, sobre Modigliani), películas de Fellini y Antonioni, todo Charlot, además de El gran dictador, Monseiur Verdoux, Candilejas y Un rey en Nueva York, la “Nouvelle Vogue” francesa, los primeros ángeles de luciferina luz de mis primeros poemas solitarios. ¡Felices años! ¡Feliz fecundidad secreta! En aquel tiempo ya había superado el despecho producido por la brusca separación de Anita Izquierdo. El trabajo en una revista de pasatiempos y una cátedra en el colegio del barrio, distrajeron mi atención durante largas semanas. La realidad debió ser afrontada con los nervios templados, cuando me enteré que Ana se había enamorado de Pablo Olmos, un ingeniero electrónico que nada tenía que ver con las aficiones poéticas de ella. En fin, una vez más, la vida se me llenaba de paradojas gratuitas y antojadizas. No tardé, sin embargo, en enterarme que por aquellos lares algo fallaba: Pablo vivía obsesionado por una amiguita de la adolescencia que jamás le había dejado la mente tranquila: la dulce e hipersensible Rita Lemos, quien cursaba el tercer semestre de Biología. Rita le había inspirado atroces acrósticos al apuesto ingeniero, a pesar de saber éste que la obsesión de su musa era Basilio Ortiz, un delgado y pálido sociólogo a quien adoraba con pasión irracional. Pero yo no estaría contando esta historia si no fuera porque la dramática y, por qué no, divertida realidad final consistía en que Basilio no correspondía a los desvelos de Rita, pues desde los primeros tiempos de mi matrimonio, el joven intelectual vivía enamorado de mi mujer, Anita Izquierdo, tan querida por todos, especialmente por él y por mí. A los 15 sentí un soplo vital inusitado: me enamoré por primera vez, de verdad, con invasión de ángeles y con incendio de ánimas diabólicas. Adrianarrubia se me prendió en la piel del alma, desde que su rostro de sirena dorada abrió una puerta y de ella salieron sus ojos a dominar mi vida de niño asustado y trémulo. Adrianarrubia me hizo escribir sentidos poemas de amor secreto durante dos años. Pasaba las noches desvelado frente a su ventana, a ver si descubría su rostro, sus cabellos rubios, sus ojos azabaches, su sonrisa de rosa en flor. Tenía 13 años y una alegría caribe que cabía en su cuerpo pequeño y robusto. Entretanto, tímido y congelado ante su imagen permanente, escribía como alucinado en esos años locos en los que la única vez que le dirigí la palabra fue en un baile de quinceañeras. Danzamos tímidamente mirando el piso, ella disfrazada de “Alegría” y yo de fakir. Al final le dije: gracias, Adrianarrubia, y ella sonrió con las mejillas encendidas. De su disfraz de tiras de colores de donde colgaban cascabeles plateados, se desprendió uno; yo me agaché, lo tomé con devoción y lo guardé. Ella salió riendo y corriendo a refugiarse entre sus compañeras del colegio gringo donde estudiaba. Semanas después viajó con su familia al exterior y nunca más la volví a ver. Minana está apegada a mí. Me acosa. Cuando voy a salir de la habitación, se me cuelga de las piernas. Llora, patelea, protesta. Está grande, fuerte, pesada. A veces, cuando la cargo, tengo que cargar también el morral con sus implementos. Afuera, el sol de Bogotá ---a 2.600 metros de altura sobre el nivel del mar, asentada sobre la Cordillera de los Andes, quien lo creyera!---, asciende a temperaturas mayores a los 30 grados, como en Santa Marta, La Habana, Niza o Colón. Y con Minana cargada. A mis 50 años. Con todo un pasado de glotonería, alcoholismo y tabaquismo. Siento que las fosas nasales se me tapan y que el pecho se revienta buscando el aire. No importa, me digo para darme ánimos, quiere decir que estoy volviendo a empezar, que estoy volviendo a vivir. Quien no ha tenido hijos, afirmó alguna vez Henry Miller, no ha vivido. Memorias de Whita el Cojo. Un espantoso cucarrón clava sus garras en la caja ósea y allí se queda. Duele de veras con dolor de hoyo negro, el corazón. El cuerpo está todo invadido por el humo herrumbroso de un demonio gris. El alma está ausente, está llena de ánsia y de sangre borrada y espesa y resurrecta. Quiero ahora yo todo romperte tu alma con una guitarra y el cráneo con un caracol. Y el cuerpo azotarlo con látigos ciegos y el corazón triturarlo con zarpas y espinas. Estoy lleno de lodo y cerillas incendiándome. Estoy a punto de carbonizarme y de morder la esponja de la cólera. Voy a darle el más duro y certero puntapié al fastidioso fardo que tengo ante mí. Estoy embriagado de tenazas de cancro y petróleo espeso y de ácido sulfúrico y deseo con todas las energías de mi entendimiento estrangular la gelatina de tu cuello-almohada-de-vampiro, arañar la geografía inhóspita de tu pecho y con el pulpo de mis dedos volver obra de arte el pellizco, vomitar cataratas de lava de enojo en tu rostro, cerrar el puño con todas mis fuerzas en el racimo negro de tu borrascoso cabello y luego arrojarte al silencio trigélido del mar sin orillas del limbo. Alvar Aalto, Alicia Alonso, Aitana Alberti, Angel Augier, Adriana Alfaro, Arturo Alape, Aurora Arciniegas, Bela Bartok, Brigitte Bardot, Bertold Brecht, Belisario Betancur, Bjornstjerne Bjornson, Cristóbal Colón, Cassius Clay, Charles Chaplin, Diana Dors, Edward Elgar, Evgueni Evtushenko, Federico Fellini, Frantz Fanon, Frank Fernández, Farrah Fawcett, Greta Garbo, Glenn Gould, George Gershwin, Gloria Gaitán, Galileo Galilei, Giuseppe Garibaldi, Graham Greene, Günter Grass, Gloria Galindo, Heinrich Heine, Hermann Hesse, Hubert Humphrey, Ion Illescu, James Joyce, Leopoldo Lugones, Louise Lane, Lina Luna, Lucho Langer, Modesto Mussorgsky, Mario Moreno, Miguel Matamoros, Marylin Monroe, Maurice Maeterlinck, Manuel Marulanda, Margarita Márquez, Naín Nómez, Ovidio Oudjian, Oona O’Neill, Pablo Picasso, Poncio Pilatos, Romain Rolland, Ramón Ropaín, Simone Signoret, Susan Sontang, Susana Siabatto, Tristán Tzará, Torcuato Tasso, Uldarico Urrutia, William Wordsworth, Walt Whitman, Xenia Xirau, Yei Yepes, Zulema Zapata. Sueño: por ese camino de cuatro patas terminan pulverizándose nuestros sueños. ¡Salud! ¡Suerte!, en rumano: ¡Noroc! RCA Víctor Ricardo Corazón de León Felipe de Borbón, el mejor whisky! He vuelto a Santa Marta y esta vez me he instalado por completo en el territorio de la nostalgia. Me acompaña una legión de poetas venerados y queridos. En la mañana coloqué una ofrenda floral a los pies del Libertador Simón Bolívar en el Altar de la Patria. Desfilando con mis colegas en medio de honores militares, lloré. La nostalgia se convirtió en historia recreada y repetida: viene a la mente la instantánea de la foto de mi padre en 1949, colocando una ofrenda floral en el mismo santuario y con los mismos honores. En el club social, dentro de un salón circular de cristales velados, con aire acondicionado, tengo frente a mí la bahía más hermosa del mundo, El Morro, Punta Betín, Taganguilla, El Ancón... y El Contemplado de Salinas regalándonos su oleaje sempiterno. Más adelante, me separo de los poetas y me quedo solo, en la calle Santa Rita. Son las dos de la tarde. Camino despaciosamente por los callejones y los laberintos de la nostalgia: como es domingo, no hay gente en las calles, y me doy el lujo de detenerme en cada sitio y meditar, y mirar de nuevo los sardineles, los portales, las paredillas, las lagartijas en los solares, las ventanas sin vidrios, las tiendas de los chinos, las sombras de los primos ausentes, de los parientes muertos. La calle Grande: fantasmas de bisabuelos vivos y muertos, sonrisas y alegrías detenidas en el recuerdo, ahora perdido, destruído, lleno de maleza, podredumbre y silencio. En el Cementerio de San Miguel me inclino reverente ante la tumba de mi padre y de mis mayores y coloco doce claveles rojos. La tumba está rodeada de agua, debido al diluvio de la noche anterior. Recorro los diversos mausoleos donde voy encontrando ---sorpresa tras sorpresa--- a mis remotos abuelos. A veces leo en las lápidas pequeñas historias rutilantes: “Rosario: muerta a los 24 años, al dar a la luz el fruto que hoy sirve de consuelo a su familia y a quien esto suscribe: Miguel”. Al caer la tarde, me siento a contemplar infinitamente la bahía. Y allí, como siempre, el mar, El Contemplado, el misterioso, el-siempre-recomenzado de Valéry, el soberano, el sempiterno, el sapientísimo. En 1994 he visto Los círculos del poder, Stalin, un konsomol proyectista de cine, y la nieve azul como vodka congelado; Chaplin, de Richard Atteroubourg, y el condenado maccarthysmo; Culpable por sospecha, el inmundo maccarthysmo; La lista de Schlinder, la opus magnum, bella y patética, de Spielberg. En el momento de escribir esta novela --o antinovela o contranovela o paranovela--- soy un hombre de mediana edad. Mi vida literaria ha sido poco exitosa. Mi nombre es sólo conocido en pequeños círculos y mi fama, si es que así puede llamarse a lo que poseo, es de poeta regular, mejor narrador y fecundo gacetillero. He publicado cinco libros de poesía, tres novelas, un libro de viajes, una selección de ensayos y artículos y una obrita de teatro. Ninguno de esos tomos ha tenido éxito y sólo poetas populares y reseñadores generosos se acercan a mí con afecto. Si lo que estoy escribiendo no me saca adelante, entonces estaré bien jodido, pero la verdad es que me importa tres pitos. Su título provisional es Ómphalos, que significa ombligo, “el ombligo de una gestación cultural”, según José María Valverde, hablando del Ulises de Joyce. O si no que lo diga el ornitólogo Johann Matheus Bechstein, quien resolvió en el siglo XVIII, un gran enigma: la clave del canto del ruiseñor. Dice así: tiuu, tiuu, tiuu, tiuu, spe, tiu, scuá, tío, tío, tío, tío, tío, tix, qutío, qutío, qutío, qutío, tscuó, tscuó, tscuó, tscuó, tsuí, tsuí, tsuí, tsuí, tsuí, tsuí, tsuí, tsuí, tsuí, tsí, cuorror tiú scuá pipicuisi, tsotsotsotso, zozozozozozozozozo, tsisisi, tsisisisisisisi, tsorre, tsorre, tsorre, tsorre, n, tsatn, tsatn, tsatn, tsatn, tsatn, tsatn, tsatn, tsi, dlo, dlo, dlo, dlo, dlo, dlo, dlo, cuío tr rrrrrrrr itz luí luí luí luí ly ly ly li li li li cuío didl li lulily, ja guirr, guirr, cuípío, cuí cuí cuí cuí, ki ki ki ki, gui gui gui gui, gol gol gol gol guía, jadadoy, cuígui jorr ja día diadilsi, jetsetsetsetsetsetsetsetsetsetsetsetsetsetsetse, cuarrjotsejoy, cuía cuía cuía cuía cuía cuía ti, ki kiki yo yo yo yoyoyo ki, luí ly li le la lo did io cuía jigay, gay, gay, gay, gay, gaygaygaygay, cuíor, tsiotsío pi! No sé exactamente cuál es el límite entre la realidad y la ficción, pues cuando era joven solía escribir poemas y cuentos donde los finales tenían que ser forzosamente felices, en contraposición a mi realidad que era casi siempre desdichada. Si estaba enamorado, la mayor parte de las veces de manera ideal, platónica, de una mujer de rostro y estirpe boticcelianas, o sea inalcanzable, esta mujer se convertía automáticamente en la protagonista de mi historia. Yo, el lógico héroe, la conquistaba, ella me sonreía, me aceptaba y éramos eternamente felices. La cruda cotidianidad me abofeteaba demostrándome todo lo contrario. Entonces, en los textos que escribí durante la primera juventud, hacía otra cosa: colocaba a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos, en situaciones desventajosas, a ver si en la realidad éramos dichosos. Pero todo seguía una rutina normal. Ni lo uno ni lo otro. Felices e infelices como es la vida misma, atesorando cada momento con una intensidad inusitada. Ahora mismo no sé cómo colocar a mis seres queridos en esta novela. Temo que si los hago felices, sean infelices en la realidad. Y viceversa? Sería lo deseable, pero no siempre es así. Entonces he optado por reinventar la vida con palabras y recrear la historia con esas vidas. O revolver sueños con vivencias, palabras con melodías, signos con alegorías, etc. En mi realidad, lo absurdo es definitivamente lo lógico. Soy colombiano. Minana ha cumplido dos años. A veces se torna absolutamente insoportable. En un solo minuto patea el vaso de kumis, mientras me lesiona el pecho con el codo cónico. Mientras le nacen los dientes inferiores, babea constantemente, y al mismo tiempo que humedece con saliva mi hermosa edición en papel biblia de las Narraciones completas de Poe publicada por Aguilar, unta de mantequilla mis pantalones nuevos color crema. Acompaña la Coca-Cola con arroz y la sopa de pollo con arequipe. Arremete físicamente con manos, pies y cabeza contra mi deliciosa comodidad de lector, de escritor o de durmiente. Y cuando salgo con ella a la calle demuestra ser experta en presentar espectáculos de llanto con arrojadas al piso, que mueven a la espontánea y súbita aparición colectiva de mamás, sicólogos, pedagogos y pediatras de pacotilla. A veces, sin embargo, el diablito se torna ángel de azúcar. Y las cosas cambian. Pero en verdad es que ángel o diablo, adoro a Minana. Como adoro a Rodrigo. Por ellos he vuelto a escribir. Es decir, por ellos he tomado la decisión de ser escritor, nada más que escritor, y por esta razón es que me hallo frente a la máquina de escribir --muy vieja y gastada, por cierto, una “Royal” con más de 50 años--, escribiendo mi primera novela grande, ancha, total, este ombligo irracional que me acompañará por siempre jamás. Ondean pabellones con tu nombre en las esquinas de mi pensamiento. Tus ojos riegan la luz, la que arrebatas al corazón oscuro del que amas. Hablas y tu melodía acaricia orbes fálicos. La dirección de la luz no siempre va hacia la misma luz. Jacqueline fue mi primer amor, en Santa Marta, a los 9 años. Era rosada, con la carita redonda y los ojos verdes, grandes, como de gatopardo feliz. Un capul vinotinto le cubría la frente. Su voz era gruesa y hablaba con lentitud, reafirmando cada sílaba, vocalizando cuidadosamente. De su mano de niña fui a conocer el mar. Cuando regresé a Bogotá mi corazón latía en las noches, cuando mi hermano mayor apagaba la luz y yo me quedaba añorando el rostro de Jacqueline con el telón de fondo de la bahía vesperal. En las vacaciones siguientes la volví a ver y recuerdo que el corazón palpitaba con angustia cuando su hilera de dientes blancos y perfectos y su mirada felina buscaban mi rostro angustiado y al mismo tiempo feliz. Sólo la volví a ver en el sueño, 30 años más tarde, pero en un sueño de pesadilla, viéndola sin rostro ascender de mi mano por una escala de oro. Dos días después supe que el marido la había asesinado, en aquel preciso instante del extraño y premonitorio sueño. Palabra, danza detenida, vuelo inmóvil, de pronto ---así callada, valiente, casi alada---, gira febricitante o levanta su vuelo, para salpicar de estrellas nuestros orbes. Recordando a Truman Capote: a pesar de todo, mi espíritu se regocijaba siempre que sentía en mi bolsillo la llave de aquel apartamento; cierto, era lóbrego, pero no dejaba de ser mi casa, la primera, y allí estaban mis libros y los jarros llenos de lapiceros romos, esperando que alguien los afilara; en mi opinión, todo cuanto necesitaba para convertirme en el escritor que deseaba ser. Cuando Minana cumplió 2 años de edad le escribí a manera de divertimento unos versos en que alternaba la estructura tradicional y la libertad total: Oh Minana, pequeño sol bebido, voz de la rosa que me da su ala: eres un festival que se me instala en la mitad del corazón rendido. Niña --mi niña---, estás hecha de arcoiris y guitarras, pero también de surtidores y manzanas, como si de pronto se hubiera abierto el telón de la mañana y aparecieran ángeles y ruiseñores. ¡Cuánta fragancia de pétalos! ¡Cuántas alondras cargadas de estrellas! ¡Cuántas constelaciones columpiándose! Las arterias del mundo se han estremecido. Potencias ardorosas han abierto la tierra, porque una rosa nueva al rosal le ha nacido y mis ojos han visto sin par la primavera. Ahora me llamas, me sonríes. Juegas conmigo. Golpeas mi esperanza. Me regalas toneladas de futuro. Cada sílaba tuya es piel de mis palabras. Un gesto tuyo, una sola mirada, inaugura el asombro. El roce de tu risa es el instante en que el poema nace. Y yo te nombro y mi boca se llena de alegría. Llegas al mundo, a esta agridulce dimensión, y al mirarla le agregas más belleza. Tánta, mi niña, que a todo lo hermoso yo quisiera llamarlo así, Minana. Catarata de júbilos, caricia de la espuma, paz de los oleajes, sueño de pan fresco, pedacito de Dios, río matinal, campana tibia, rapsodia de las uvas, mi pequeña Minana, buenos días: mi corazón navega en tu sonrisa. Oh Minana, mi júbilo, mi fiesta, a tu paso el imperio se destruye. Al ángel de la vida abres la puerta mientras la sombra de la noche huye. Llego a Pasto, al sur de Colombia, en un avión fokker que nos permite redescubrir la patria andina, verde, azul y café, como para un sueño de felicidad. Entre tragos de whisky barato, la ciudad me recibe con una sonrisa tricolor. El volcán Galeras se cubre con una manta blanca y yo me nutro de su frescura solar. Cerca del Ecuador, escucho sus entrañables ritmos musicales, nostalgia entre lucecillas sombrías y copas rotas. El acento de sus gentes, sus gestos, su dimensión intimista, son las huellas digitales que sellan cada instante el corazón. Una mujer morena y pequeña, americana como el aire andino, con la cabellera azabache que fluye a sus espaldas, con las piernas velludas, sonríe. Bebo café en un parador y veo caer la tarde entre ritmos nariñenses y ecuatorianos. Gentes vienen y van. Un hombre de unos 65 años, alto, delgado, con el pelo cano peinado hacia atrás, sonríe mostrando dos hileras de dientes blancos, perfectos y el rostro se le llena de arrugas. Soy intelectual y cacorro, dice tendiéndome la mano. Me quedo frío. El hombre se enfrasca en la lectura del periódico. Pregunto a un poeta de Quito por el maestro Pedro Jorge Vera, el autor de Los animales puros. Me dice que está un poco delicado de salud. Le comento que su libro Gracias a la vida es interesante y divertido. Sí, claro, cómo no, me responde. Lo llaman Gracias a la bebida. En las aceras de las calles hay múltiples puestos de ventas de pastelitos “aplanchados”, de flautas, quenas y capadores, y toda clase de artesanías. En un puesto móvil, con luz eléctrica, fritan papas y tajadas de plátano y se laminan documentos. Se oye un murmullo de monosílabos en español. La india de trenza que descansa en la esquina me mira como un sol de estrellas negras. En un texto sobre la soledad comunicante, Mario Benedetti se refiere a las breves y personalísimas respuestas de cuatrocientos escritores a la pregunta de cajón: ¿Por qué escribe?, a la cual contestaron en veintiocho lenguas los más famosos autores vivos de ochenta países. Realmente son pocas las respuestas luminosas (o ingeniosas) y muchas las tonterías (o mamaderas de gallo) allí expuestas. Benedetti transcribe gran cantidad de frases que reflejan de una u otra manera la personalidad de cada autor. Hay, pues, respuestas lacónicas y sinceras, frías, profundas, filosóficas, humorísticas, tontas y novedosas, pero ninguna a mi parecer con ésta del novelista paraguayo Augusto Roa Bastos: escribo para evitar que al miedo de la muerte se agregue el miedo a la vida. Beckett, ese genio singular del siglo XX, dice que escribe porque sólo sirve para eso. Milan Kundera, por el placer de contradecir y por la felicidad de estar solo contra todos. Por su parte, Onetti, que años atrás había afirmado que escribir era su vicio, su pasión y su desgracia, declaró que hacía literatura porque es un acto amoroso que le producía placer. Henri Michaux afirmó que escribía para que lo real se vuelva inofensivo. Y William Faulkner simplemente para ganarse la vida. Y complementa Benedetti: el impulso que lleva al escritor a revelar su secreto forma parte de su oficio, que es comunicar. Es común que el artista, tras un descubrimiento que ha efectuado a solas, quiera de inmediato comunicarlo, así sea oralmente. No importa a cuántos. A alguien. En ese instante no piensa que puedan quitarle un tema, copiarle un desarrollo. El arte es generoso, pródigo, dador y la verdad es que el secreto del escritor sólo adquiere un sentido cuando se hace público. Al margen de esta encuesta ---que fue publicada en el periódico Liberatión de París, en mayo de 1985--- recuerdo que alguna vez se le preguntó a Julio Cortázar por qué había escrito Rayuela y el gran cronopio respondió: porque no podía bailarla ni cantarla ni escupirla. Con lo cual no dijo nada, pero también dijo todo. El oficio de escribir es ante todo pasión, más que vocación. Un hombre puede haber escrito un verso inmortal, lleno de palabras bellas, creando lugares maravillosos contra los comunes, sin haber tenido vocación literaria y sin haber vuelto a escribir en su vida; el hecho es, como decía Henry Miller, tener siempre dispuestas las antenas para detectar la palabra luminosa, la imagen cautivadora. Hay escritores que publican centenares de volúmenes sin que una sola de sus frases pueda ser deleitable o memorable. Otros como San Juan de la Cruz, Rimbaud, Silva, Aurelio Arturo o Rulfo, con unas pocas páginas dan más luz que un mediodía estival. Lo hermoso y apasionante de la literatura es su misterio. No existe por fortuna hasta ahora, una norma que indique por qué una obra literaria es inmortal ni por qué el que la produjo la hizo posible. Uno trata de remedarse a través de la palabra, pero no sabe si es por sacarse la muerte. Por eso, la inspiración o el motivo de una obra perdurable también tiene derecho a que se le ame. De ahí que yo ame tanto a Beatriz, a Laura, a Anna Karenina, a Anaís Nin, a Anabel, a Susana San Juan, a Remedios la Bella, a los ojos de Elsa, a Matilde, a Molly Bloom, a Yoli, a Gladys y a Minana. He construído el río. Soy el río. Vivo. Soy la memoria del río. Soy memoria del río. Soy. He inventado el río. He modelado el río. Fluyo. He movilizado el río. He movido el río. He secado el río. He destruído el río. Duro. He disecado el río. He secado el río. He borrado el río. Muero. Y resucito. A los 13 años me enamoré, o eso creí, de Aída. Ella tenía 15 años. En aquel tiempo terminaba el bachillerato en el Colegio de la Asunción ---sweter rojo, blusa blanca, falda gris con cuadritos negros--- y yo apenas lo iniciaba. Era sensual y menuda. Su acento andino me cautivaba. Sus ojos almendrados me hipnotizaban. Sus pequeñas pecas eran una invitación a besar sus mejillas, pero nunca lo hice. Era amor y temor a la vez. La imposibilidad de su amor estaba sólo en mi mente. Ella me amaba, pero también a Camilo, mi único amigo y compañero del colegio. Me miraba con afecto caritativo y yo la idealizaba día y noche sin poder expresarlo en palabras o gestos. Su aliento a fresas y sus ojos dulces y pícaros me hicieron pensar alguna vez en suicidarme por amor. 3-En-Uno: Brilla metal. Gruír es el grito de las grullas. No podía concentrarme en la oración, pues cada vez que rezaba, imaginaba cada palabra escrita de manera simultánea, por ejemplo: Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, en letras cursivas, pero si al momento de decir Gloria, la G no la escribía mentalmente con pulso firme sino que había que repisarla, entonces tenía que repetir la palabra... Hace 20 años, aproximadamente, comencé a escribir un diario, una minuciosa anotación del vivir, del soñar, del sentir, del revelar. Bueno, no tan minuciosa, pero sí con lo primordial. Siempre he pensado que ha sido el arma más perfecta que me otorgó mi Creador para defenderme de la depresión y de la desesperanza. A veces me ha parecido tan perfecto, tan hermoso, tan hechicero, que tánta felicidad me ha dado miedo. En fin, mi ilusión siempre ha sido sublimada por la colocación de letras y palabras ---¡tan amadas!---, en esos papeles secretos. De pronto, coincidencialmente, a los pocos días de haber sido intervenido quirúrgicamente de una hernia umbilical, comencé a sentirme deprimido. La depresión fue in crescendo, a tal punto que mi diario comenzó a negarme la alegría de vivir. Comencé a experimentar complejos de culpa y angustia por haber sentido felicidad. Las palabras y las letras ---¡tan hermosas!--- que plasmaba sobre el diario se convertían en un demonio interior que se me colaba por el tubo digestivo, por mi esófago, mi garganta, las arterias, hasta llegar al alma y convertirse allí en una presencia que producía horror, pavor y sudor frío, miedo de Dios y pánico de todo, Quizás, pensaba, ese diario era un monumento a mi ego que complacía cotidianamente mi vanidad; su constante ojeada para su relectura gozosa me hinchaba de júbilo y siempre pensaba con piedad en los amigos y conocidos que vivían tristes y desconsolados ante la vida, y que no tenían esta arma secreta tan perfecta y tan esperanzadora. Sentía que Dios, un dios extraño en ese momento, en esos días, en esos largos meses, podría estar molesto por tánto culto a mi propia personalidad y que podría haber una discreta sugerencia de destruirlo. Pensar en quemar mi diario o en no quemarlo, producía ardorosas llagas en mi interior y no sabía qué hacer, qué determinación tomar. Pero si Dios mismo era quien me había dotado de ese premio años atrás! Sí, pero recuerda aquello de que Dios me lo dió, Dios me lo quitó. Bendito sea el nombre del Señor! Un misticismo rarísimo se había apoderado de mí y me había tenido durante largos meses al borde de la locura con sus hórridos abismos ulcerados. Tenía yo dentro de mí un mandato divino o una culpa ancestral o un gusano diabólico, asumiendo a todos los hombres que han sentido miedo de Dios desde el hombrecillo de las cavernas hasta el monje trapense del Medioevo. Ya no era sólo el pensar en mi diario lo que me hacía infeliz, sino todo lo que siempre me había producido el goce de existir: las letras escritas, el signario de mis emociones, la síntesis de mis publicaciones, mis colecciones de textos en prosa y en verso, mis sueños de viajero, mis álbumes de fotografías, mis botellas de ron “Pampero” y de aguardiente “Néctar”. Por eso escribo esta novela, para desterrar los demonios y poder respirar a mis anchas con mis ángeles jubilosos. El que no salta a defender públicamente lo justo, no ataca la infamia, no escribe sobre lo que realmente le da la gana, piensa y siente, o es un cobarde o es un cómodo. De todas maneras, es un cobarde. Minana, dormida, me da pataditas en la cara; despierta, riega la gaseosa “Colombiana” en las cobijas, llena de migas de pan la cama, unta de arequipe y gelatina mis libros, estornuda sobre las hojas blancas, llora, gime, aúlla y de pronto se ríe a carcajadas. Es independiente y voluntariosa, a la vez; tierna, de pronto me abraza con amor infinito, ilímite, inacabable, y me da montones de besos. ¿Qué hacer? Bueno, sentir ese aroma de mejillas de manzana de dos años y medio, y de sus cabellitos desordenados y de dientecitos y colmillitos burleteros, y querer ese ser con el corazón y entendimiento, con todas las potencias de mi alma, mi energía, mi subconsciente, mis arterias y mi totalidad inteligente. Adorarte, Minana, ¿qué más? Siento nostalgia en el fondo de mi alma. Recuerdo a Rosalba, pequeña, delgada, nerviosa, con sus ojos de tigresa en celo, al dejar la cárcel. Apenas palpa nuevamente la libertad se arroja en mis brazos. Otra vez, me dice, tu poema toca el fondo de mi piel. La sorpresa es grande y es bella. Me llena, me transporta, me torna cálida. Tu abrazo me ahoga, tu palabra me dice que tengo que continuar. Siempre estarás a mi lado. Nos besamos prolongadamente. Toma aire y agrega: si esta libertad es verdadera, entonces vale la pena continuar. Todo empezó el 8 de marzo: la tarde se bañaba en una cálida lluvia y mi cuerpo y mi alma se bañaron en tu mirada; luego la música de tu poema quemó mil soledades acumuladas en mis tímpanos ávidos de palabras de hombre. Nicolás Aédo escribió, garrapateó, trazó, señaló, delineó, diseñó, inscribió, epigrafió, apuntó, garabateó, indicó, borroneó, comunicó y signó los siguientes títulos tentativos para este ambicioso ombligo literario: Las aberraciones del abad, El bozo del bonzo, Las cantatas del Cantábrico, El chancro y las chancletas, Los dedos del dinosaurio, El elefante elegante, Las flacas y el follador, Las gonorreas del gnomo, El heno en el helicóptero, Las iras del iguanodonte, Los jodedores de Jamaica, Los kimonos y los kilolitros, Las lloronas de Llanquihue, Las máscaras del mimo, El nylon y las nanas, El ñandú y las ñapangas, La orquídea y el Ogopogo, Las pataletas del parisino, El quijote y la quitapesares, El raro y las Romanowsky, Las solapas del sacamuelas, El tirano y las tetonas, Las urracas de Útica, Las venéreas de Victorino, Los wara-wara y los Windsor, Los xilófonos de Ximena, El yo de las yeguas y Las zapatillas de Zoroastro. Minana dibuja desde que se levanta. Se concentra sobre las hojas de papel en blanco y toma lápiz, bolígrafo o marcador para recrear sus vivencias. Pinta culebras, conejos, aviones y llena interminables cuartillas. De pronto rompe el silencio y comenta simplemente: un conejo. A los 3 años es una artista del dibujo, una bailarina consumada y una soprano prodigiosa. La poesía es bella y es útil, es ética y estética, es goce y testimonio. Mi obsesión por escribir la novela es morbosa. Cada ser es una novela. Cada hombre, cada mujer, llevan dentro de sus cuerpos caminantes una historia de amor, un drama de soledad, una tragedia íntima, una colección de poemas eróticos, un tratado de estética, un libro de ciencias sociales, un discurso político. Desde mis 13 años, en 1959, comencé a ver películas cinematográficas sobre escritores, sobre personas que escribían libros o querían escribirlos; sobre literatura, sobre esta obsesión enfermiza, este toldo de perplejidades, este costal de demonios y entusiasmos. Vi: Una ventana hacia el sol (?). Había un personaje llamado Harry Latimer, un novelista alcohólico que abandona la literatura después de haber tenido abundante éxito; se pierde en la selva y es rescatado por una reportera de Life que pretende realizar una crónica con el título “Harry Latimer: ¿Qué se hizo? ¿Dónde está?” o algo así. De paso descubren las patrañas de unos nazis en territorio americano. La pluma picante: la vi en el Teatro “Escorial”. Trataba sobre una adolescente de clase media en un poblado de los Estados Unidos, de padres cristianos, la cual publica una novela donde pinta a su familia completamente opuesta a la realidad: depravados sexuales, tramposos, irresponsables,. El libro desata un escándalo en toda la nación y se vende como pan caliente. Al final, la niña se casa con el editor, abandona la literatura y... ”happy end”. Creo que era una parodia de los éxitos de precoces autoras como la francesa Francoise Sagan y la americana Pamela Moore. Una chica de 16 años: ¿en el “San Luis”, el “Nuria”, el “Escorial”? No puedo precisarlo. Era una película mexicana sacada de algún melodrama o novelón: una adolescente romántica se sumerge en la lectura de la María de Jorge Isaacs bajo las notas del Sueño de amor de Listz, en contraposición al naciente rock-and-roll que invade los hábitos de sus frívolas hermanas. La noche: la extraordinaria cinta de Antonioni, protagonizada por Marcelo Mastroiani y Jeanne Moreau. Trata de un tal Giovanni Pontano, un novelista que, acosado por la angustia existencial, no vuelve a escribir. Sorpresivamente aparece en la escena de un coctel literario, el poeta Salvatore Quasimodo, Premio Nobel de Literatura. Betty Blue: un novelista vive una torrencial estancia sexual con una esquizofrénica. La película es tierna y violenta a la vez. Africa mía: recreación de la vida y los cuentos de la admirada Isak Dinensen por el continente africano mientras escribe su maravillosa obra narrativa. Crazy Crook: Karen Blixen, una novelista alcohólica, amiga de Hemingway, vive y escribe su mejor novela durante una estancia en el sur de los Estados Unidos. Las nieves del Kilimanjaro, basada en el cuento de Hemingway, dirigido por Henry King, protagonizada por Gregory Peck, como Harry Street. El cuervo: recreación del poema, del cuento y de la vida de Edgar Allan Poe. Desde luego, mi memoria agrega o disminuye poesía y ficción a la ficción y a la poesía. La naranja mecánica: basada en la novela de Anthony Burguess, nos muestra en lenguaje beckettiano imágenes de Dublín, con drovos, pesadillas, neonazis, resurrecciones de Hitler, la Novena Sinfonía y un novelista cuya mujer es violada y asesinada por pandilleros. Cuenta conmigo: un niño vive sus aventuras con compañeros del colegio, las cuales serán el tema de sus futuras narraciones, pues una voz futura las va relatando. Luna de hiel: de Polanski: un norteamericano aspirante a novelista, en París, quiere revivir las aventuras de la “Generación Perdida” pero sólo logra vivir su propia tragedia pasional. La muerte en Venecia: magistral ambientación y colorido: Thomas Mann, Gustav Malher y su Quinta Sinfonía, Luchino Visconti... La inusitada imagen de la belleza asombra en la madurez a un Dirk Bogarde en su mejor momento. Melrose place: serie de televisión: un adolescente alquila y comparte una habitación con una chica, porque quiere escribir. Es obsesivo del oficio. Su primer libreto es una mezcla mediocre de las películas que ha visto, lo cual resulta un rotundo fracaso. Pero luego triunfará. Henry and June: basado en la crónica homónima de Anaís Nin sobre la tormentosa relación entre Henry Miller, June Edith Smith y la propia Anaís, mientras el primero escribía Trópico de cáncer. Last of Weekend (Días sin huella): historia de un alcohólico que quiere escribir una novela que titulará La botella, en los años 40 y 50, en Nueva York. Fondo musical: La traviata. Está dirigida por Billy Wilder. Y ahora brilla el sol: episodios de la vida de un novelista judío en el París de los años 20. Escritor equivocado: escrita por Rob Steward, hace parte de la serie de televisión Intriga tropical: y trata de un novelista norteamericano alcohólico, aficionado al “Bourbon”; que quiere esclarecer un caso policíaco. Avalancha: un escritor, Brian Kent, se refugia con sus dos hijos ---una adolescente y un niño--- en un cabaña para escribir una novela. Pero una avalancha de nieve los sepulta momentáneamente... Cuando por fin pude recuperar la novela que me obsequiaste en 1989, que estuvo embolatada, te quiero entregar unas palabras emocionadas que hice en su ocasión y hoy, releyéndolas, siguen cobrando el sentido de tan grata ¿y por qué no? desaforada lectura. Lo hago a manera de cumpleaños. Quizá atrasado, porque hace un año te llamé a manera de no haber cumplido el plan de enviarte esas palabras como un telegrama. Hace un año, que no es nada, no hubiera imaginado, como hoy lo constato, la posibilidad debida a tu grata invitación de estar en lo mismo. Que este sea otro motivo de abrazarte en tu nuevo año de vida, con más cariño porque quiero hacer muchas cosas pese a mi difícil circunstancia que en veces te he comentado. Esto es una pequeña parte de mi celebración pues con mi afecto pienso hacer otras cosas que luego te comentaré. ¡Salud! ¡Justicia y coraje! El mismo goce inquietante de Santomé en la oficina, ahora metido en una suerte de carnaval que se podría denominar “caos creativo”, para fortuna de los nobles espíritus que casi no nos soportamos transitando caminos o caminatas de accidentes bárbaros. ¿Has notado el placer delicioso del chimú que debe ser amargo? 11-11-90. Un borracho ---no, un ébrio--- sumergido en tu novela, con intenciones de explorar una y otra vez. ¡Salud! ¡José Luis Colegial!

Dos

Cuando Kerenski se casó con una bailarina en Petrogrado, cuentan que dijo un soldado: ¡Cuidado con Kornilov! He vuelto a ver el formidable film Octubre, de Einsestein, con música de Dimitri Shostakovich: 1917, la arrogancia del zarismo humillada, la burguesía caricaturizada, el pueblo en armas, la revolución triunfante, en fin, ¡el poder en manos de los soviets! Todavía no salgo del asombro de la tecnología y las comunicaciones actuales: en menos de un mes Rodrigo estuvo en Canadá. Y no acabo tampoco de agradecerles todas las atenciones y el cariño con que rodearon a mi muchacho durante su estadía en Toronto. El vino verdaderamente abrumado y contento, a tal punto que he estudiado la posibilidad seria de que abra un paréntesis de meses a sus estudios universitarios y realice algún curso de Humanidades en el país de la policía montada. Minana está bonita y tremenda. Cuando duerme, sueña que está peleando con alguien, pero enseguida se torna cariñosa y tierna. En el jardín infantil su comportamiento es excelente, pero en la casa se transforma (como el doctor Jekill y mister Hyde). Se la pasa pintando animales y dibujando payasos. Tiene predilección por Mickey Mouse, el Pato Donald, Pluto, Tribilín y Hugo, Paco y Luis, los tres paticos. En fin... No recuerdo cómo era el color de su cielo. Presumo que era azul, al igual que el de todos los pueblos mediterráneos del mundo. Sus calles polvorientas, rectas y vírgenes, fueron violadas por nuestras pisadas. Sus días eran muy tranquilos y apacibles (¿redundancia?). Sus noches, visitadas por el ronco rugido de los vampiros (?), eran un tanto borrascosas. Lo demás era un poco de creación. Llegamos al mediodía. El campero nos dejó a la deriva en la plazuela y nosotros nos miramos en silencio sin saber a dónde dirigirnos. Fumamos. El calor era insoportable, pero nadie sudaba. Un pequeño hotel nos dio albergue. (Corregir esta última frase). Allí almorzamos, hicimos una breve siesta y más tarde nos sentamos en la sala (?), encendimos el radio (o: ¿la radio?) y escuchamos algunas noticias. La sed nos invitaba a beber (¡óbvio!), pero en la población se desconocía un lugar donde vendieran ron. Entonces, por esta vez, nos bebimos la sed. (¡Hummm!). A las cuatro de la tarde había consumido mucho café. De pronto, él se levantó y salió del hotel. Yo lo imité. Seguí paso a paso mi propia figura elevada al cubo, y al llegar a la plazuela descubrimos en la esquina un bar. Automáticamente nos dirigimos hacia allí y pedimos ron. En ese momento empezó a llover. Y de entre la lluvia brotó una buseta alegre y tropical (¡Huyuyui, qué adjetivo!) como su nombre: “El cocotero”. La hicimos detener y con la botella en la mano penetramos en ella. Adentro sólo se oía una algarabía mulata (!). Unos acordeoneros amenizaban con paseos vallenatos. Mi padre y yo caminamos a través de esa pequeña multitud mojada (¡No, por Dios!) y no tuvimos más remedio que resignarnos a sentarnos en el solado (¡Uf!) del vehículo, en vista de que no había más sitio para nosotros. (Corregir! Pulir! Enriquecer ese párrafo!). Cuando llegamos a la ciudad comenzó a anochecer. Sudorosos y ébrios, cubiertos de lluvia y ron (?), nos apeamos de la chiva, sintiendo en nuestros corazones una extraña sensación de aventura y felicidad. (Muy simplón). Con el cabello alborotado y las camisas sucias, recorrimos la ciudad cantando ritmos tropicales (otra vez la palabreja), conversando animadamente y saludando a todo el mundo. Luego, sin darnos cuenta, avanzamos hacia la soledad de los suburbios. (¿Cómo así “sin darnos cuenta”?). Mi padre se detuvo entonces, colocó una mano sobre mi hombro y me dijo en tono grave: Hijo, escribe todo esto en memoria mía. (¿Un poco bíblico?). (Asteriscos). Murió unos meses después. Desde entonces lo busco desesperadamente en todos los rincones de la tierra. Con una angustia insaciable, donde clavo mis ojos espero encontrarlo. (Ya serenado el dolor, suena un poco cursi). Pero en vano. Solamente entre mis lágrimas (¡lo que faltaba!) parece que lo veo altivo, hermoso, viril (!!!), con una sonrisa que hacía ver bella la vida y con un andar que no se detenía ante nada. (No: esto último es sencillamente horrible). Pero todo lo que pienso es ilusorio (?). Sin embargo, conservo una esperanza que puede parecer insulsa, ingenua, infantil (tres adjetivos inútiles): algún día, cuando mis pasos me lleven de nuevo a aquella pintoresca población escondida en el Departamento del Magdalena, lo buscaré por todos sus linderos y suburbios. Lo llamaré hasta que acuda a mí y, de nuevo, ante su presencia, tornaré a seguir sus pasos, tras de mi propia figura. (Ahí se enredó el Complejo de Edipo o de Electra con una mala imagen literaria!). Entonces la vida volverá a ser normal. (O reconstruyo el relato paso a paso o lo rompo, lo quemo y lo olvido irremediablemente). Música predominante mientras escribo Ómphalos: La cenicienta y Romeo y Julieta, de Prokofiev. Hoy he comido arroz blanco, carne molida y crispetas. Café con leche, pan integral y Coca-Cola. Martha y yo, reinventando a los 15 años, las canciones y los gestos de la película West Side Story. Escucho sus danzas sinfónicas y el tiempo se detiene, se instala en la emoción glacial de mi corazón. ¿Tú crees, Nicolás, que tu creación depende de tu estado de ánimo? Me lo pregunto para reafirmarme que es así. ¿Debes hacerlo con más constancia? Es que solamente con constancia, con disciplina, con voluntad se puede llegar a algo. Pero cuando vas a escribir entonces se te meten en la cabeza montones de reflexiones metafísicas. Sí, esa es la vaina. Que si la eternidad existe. Que si es circular. Que si esto, que si lo otro. Bueno, pero termina la cháchara existencial y comienza a escribir en serio. Algo así como: el hombre se incorporó trabajosamente, etc. Esto parece un diálogo oblicuo. No parece: lo es. Estaba pesando 100 kilos, porque no había podido dejar el vicio del arequipe y el bocadillo de guayaba. Antes! Opté entonces por no desayunar. A las seis y media de la mañana preparaba un pocillo de agua de valeriana, un neuro-estabilizador para combatir la ansiedad con que me despertaba últimamente. Un día, aprovechando que Bertha y Minana estaban en vacaciones del trabajo y del jardín, me levanté antes de salir el sol. Me di un baño de agua caliente y antes de vestirme preparé un café negro. Llegué a la oficina a las siete de la mañana. Sólo estaba la jefe de mi oficina concentrada entre un cerro de papeles e informes financieros. Me planté en la puerta y la fuerza de la mirada la obligó a levantar el rostro. Se sorprendió. Hola, Nicolás. Yo avancé. Sonrió resignada. Yo ya no duermo ni como ni sueño por estar revisando cifras. Yo avancé. Me coloqué a sus espaldas y fingí mirar los números. Calculé el alcance de mis manos y con ademán fuerte y dulce a la vez le acaricié la mejilla izquierda con mi diestra. Ella miró con asombro, sorprendida en un principio, aterrorizada luego y con franca repulsión instantes después. Me mordió la muñeca y no apartó los dientes hasta cuando le halé el cabello con la otra mano. Gritó, pero nadie, excepto yo, la escuchó. Comenzó a desesperarse, mientras yo forcejeaba, y alcanzó a sacar la pistola de la gaveta del escritorio. Con la izquierda le arrebaté el arma, pero ella volvió a sujetarla. Cuando disparó el gatillo, mi mano dobló la de ella y le dio justo en la nariz aquilina, lo que le ocasionó una torrencial hemorragia que la derribó al piso, no sin antes manchar de sangre papeles, libros, informes y objetos diversos. Aterrado salí corriendo y bajé apresuradamente las escaleras, donde tropecé con ocasionales empleados madrugadores. Ahora voy casi al trote hacia la misma oficina, muy temprano, lleno de sentimientos confusos y contradictorios. Pero estoy listo a responder por mis actos. Estoy aturdido y ansioso. Llego a las 8 en punto. Los compañeros marcan sus tarjetas con afán y ocupan sus cubículos. El ambiente es color ceniza y no logro comprender con claridad los acontecimientos. El corazón se acelera y las tripas me torturan. Al fondo alcanzo a ver a la jefe concentrada sobre un cerro de papeles. Me acerco con precaución. Con miedo. Veo que la mujer se incorpora y extrae de la cartera una polvera. Se mira al espejo y se acicala el rostro. A medida que me voy acercando observo que su nariz griega está en perfecto estado. De pronto, cierra la polvera, me mira fijamente y con una gran sonrisa murmura mecánicamente: Hola, Nicolás. Buenos días, jefe. Y la flor virginal intacta. ¿William qué? ¿William Thorpe? No. William... Dos sílabas. Lo sé. Eso es seguro. ¿Burger? No! ¿William Torther? Nada. Con seguridad son dos sílabas. Palabra grave. Pero... Sí, es el autor de El señor de las moscas, el ganador del Premio Nobel el año inmediatamente después de García Márquez. Comenzó su carrera novelística a los 40 años, como yo. ¿William Thorne? Talvez... Thorne, el esposo de Manuelita Sáenz, era inglés... Pero no. ¿Sorge? ¿Borge? ¿Norge? Nada de eso. Nada de nada. Nada. ¡Qué cabeza! ¡Qué mollera! ¡Qué memoria de burro! ¿Morning? No, hombre. Rima con Faulkner, pero... nada! Trato de visualizar las carátulas de sus libros. Y nada. El fascículo literario sobre su vida. La memoria fotográfica. Me llaman por teléfono. Si, ajá. Claro... Súbitamente y sin que nada mediara o asociara el asunto, me digo: ¡Golding! Claro: ¡William Golding! Eureka, eureka! Canto, cántaro y cuento. Tengo una raya de pureza: las manos limpias, los ojos puros, el cuerpo intocado, la flor virginal intacta. Con doscientos sesenta y cinco mil millones de pesos se pueden construir veintidós mil soluciones de vivienda en Bogotá. Atig atina quipacana may miscuna taqui cushi arijala causay cunyag macana cashpa atina. El que vence prevalece en el futuro justo del delirio. La vida que arde formando llamas, es canto dulce de victoria. Poema quéchua que me regaló Mónica Madroñero, pastusa, canceriana, tierna. Marguerite Yourcenar: la novela devora hoy todas las formas: estamos casi obligados a pasar por ella. XYZ. Uno llegado a cierta edad, es mucho lo que calla. A veces, siente que las emociones disminuyen. Cuando yo tenía 20 años sentía una inenarrable alegría al leer una bibliografía; las letras en bastardilla parecían plateadas, relumbrantes. La emoción era profunda, arterial. Ahora, ni me va ni me viene. Lo mismo me ocurre con las cronologías. Las prefería cuando quería conocer de paso a un autor o a un personaje histórico. Quizás me proyectaba. Qué goce íntimo tan colosal! Ahora, no solamente no me produce el más mínimo regocijo sino que siento hastío, a veces angustia. El trago, hermano, el trago. El trago hace estragos, maestro. Me miraba así, por encima del hombro, como de Monserrate a la Sabana, que-si-o-qué, pero a mí no me importaba. Yo andaba en mi cuento: tratando de escribir, de pulir mi estilo, de plasmar en el papel mis obsesiones. Soñaba con ir a París, a Nueva York, a Londres. Entonces, me importaba un pito que me miraran, me quisieran o no me quisieran, me entendieran o no me entendieran. A veces me atormentaba el problema del tiempo: conocí a un vecino que tenía 32 años en aquella época. Ahora tiene 70. ¿Qué pasó? O me ponía a pensar en asuntos extraterrenales y terminaba extenuado, angustiado, ansioso, definitivamente infeliz. Tenía que acudir a las agüitas aromáticas neuro-estabilizadoras. La gota no me deja caminar. Me bebí con Colombia Truque dos botellas de vino chileno, uno rojo y un “Maipú” tinto. El ácido úrico no perdonó. Y el dolor de la ciática me tumbó precisamente cuando tenía que cargar un montón de libros y a Minana, en una incomodidad mortificante, sobre todo, para subir a los buses. El escritor de 50 ó 60 años no es el poeta de 16 ó de 20. ¡Qué hacer! Amo al adolescente solitario e irresponsable, pero también al soñador maduro de hoy. Los dos hacen una afortunada síntesis. ¿Necesitas qué, mi amor?, pregunta Pili. Drrruílllo, jahhaaja... Entre el Caribe y los Andes, entre el cielo y el infierno, entre Joyce y Henry Miller. En el mismo minuto: yo pienso: en el mismo minuto: yo escribo: en el mismo minuto: ideo alguna frase: en el mismo minuto: Olga dice: Ah! ¿Sabes qué? Lo puedo pasar a plantillas. Rosa Elena: entidades que tienen proyección... María Ascención recoge el pocillo de tinto y al ver que faltan dos sorbos se arrepiente: Huy! qué pena!, en el mismo minuto: se lucha, se batalla en otro mapa, en Yugoslavia o en el Medio Oriente; en el mismo minuto: alguien agrede al prójimo en la Carrera Décima de Bogotá o cerca al Zócalo en Ciudad de México; alguien duerme, una pareja hace el amor o el desamor o el sexo; Rodrigo habla con una compañera de la Universidad en la cafetería; Minana se trepa sobre mi hombro derecho e intenta meter los deditos en la máquina; Evans se pone de pie y me saluda con un golpe cariñoso en la espalda; en el mismo minuto: dos timbres de teléfono; onomatopeyas: de la máquina de escribir, de la impresora del computador, de ocho voces femeninas y cuatro masculinas; alguien envolviendo algo en una bolsa de papel; Bertha me recuerda que hay que llevar a Minana a un jardín vacacional; en el mismo minuto: ardo de fiebre, de deseos, de dolor, de ansiedad, de alegría, de incertidumbre y de sensatez. Alto, fuerte, ancho de hombros, con una eterna sonrisa irónica bajo la nariz aguileña y los ojos luciferinos, contaba cómo había sido su vida sexual durante su primera juventud: proeza tras proeza. Se jactaba de haber sido dotado por la naturaleza con una excepcional virilidad. Orgulloso de su privilegio, había intentando más de una vez metérselo a sí mismo. En vano, desde luego. ¡Barajo para Arnulfo! Recordando a Langston Hughes: he recorrido ríos, viejos, oscuros con la edad del mundo, y con ellos tan viejos y sombríos, el corazón se me volvió profundo. Yo tenía 14 años. Mientras me bañaba comía caramelos de leche y fumaba “Kent”. Colocaba el cigarrillo junto a los cepillos de dientes y al fumar lo volvía a tomar con las puntas de los dedos mojados. La ducha caliente era el puente entre el hombre y la felicidad. Recitaba en voz alta varios poemas de la Canción de gesta de Neruda. Salía del baño como un ángel recién nacido, peinado y feliz. La dueña de la casa, una anciana de voz gruesa, se reía socarronamente. Murmuraba: Nicolás va a ser dictador. En la calle 10, las putas se asombraban: ¿Nunca se ha acostado con ninguna mujer? No, respondía tímidamente. Algunas se entusiasmaban: comerse a un virgo trae siete años de felicidad. Otras se encogían de hombros. Una de ellas miraba hacia el lado opuesto de donde me hallaba y hablaba con el aire: debe ser marica o pajuelo. Y escribía, escribía, para saber por qué escribía. Un cuerpo..., un costal de piel, un zurrón agobiado con 50 años de uso sin tregua, arropa a un niño miedoso y sonriente, que se quedó en las 13 primaveras comenzando un libro que jamás termina. Valentín Victoria, poeta de un solo soneto, novelista de una sola novela, dilettante y bohemio, de 65 años muy bien vividos, le había contado a Nicolás Aédo una extraña experiencia ocurrida en el París existencialista de los años 50: una joven pareja de estudiantes de Antropología compartía con él un pequeño departamento en la orilla izquierda del Sena. El marido era un apuesto intelectual de gafas sin aros, acento delicado y sonrisa fácil, que conversaba infinitamente de literatura francesa con Valentín hasta la medianoche. La esposa, una trigueña de ojos verdes, más fea que bonita, transmitía un irracional deseo sexual. Una noche de vinos, Valentín y el muchacho fueron más allá del beso apasionado. Aquel sintió que acariciaba y poseía al poseedor de la atractiva mujer. Al día siguiente, en la tarde, ella seducía al veterano escritor con artes de magia inigualables. Valentín experimentó un placer infinito que ya creía para siempre imposible de vivirlo. La delicia de aquella aventura triangular sólo ocurrió una vez: la suficiente como para seguir viviendo torrencialmente con sólo el recuerdo de aquella sesión memorable. Los tres, en sus soledades, experimentaron hermosas satisfacciones, aunque también, serios remordimientos. Nunca supo Valentín si la pareja entre sí se comunicó la experiencia, pero le confesó a Nicolás que debió mudarse a los pocos días de la buhardilla y nunca más volvió a ver a la pareja ni tampoco volvió a tener una experiencia semejante en su vida. Veinte años después, aún se asombraba de haberla vivido. El lenguaje, dice José María Valverde, asume el papel de protagonista, evidenciando que el hombre es hombre por ser hablante, y que la vida mental no marcha si no es en cuanto se encarna en palabras. En los años 60 los narradores novicios nadábamos entre dos aguas: los que querían contar una historia rural, con el tema de la violencia de los 50, en un pueblo con alcalde militar, cura conservador, juez liberal, muchacha linda, ingenua, forastero heróico y bobo local. La narración tradicional, en tercera persona, con diálogos entremezclados y unos cuantos monólogos. Exordio, nudo y desenlace. Y punto. Y los que queríamos imitar a Cortázar, a Vargas Llosa, a Cabrera Infante y a Rulfo: jugábamos con el tiempo, introducíamos signos extraños en el texto y experimentábamos al derecho y al revés con el pobre lenguaje que todo lo aguanta. Al final, el fruto era pobre, porque nos seducía más la forma que el fondo. ¿No estarás haciendo lo mismo ahora, Nikolai? ¡Nooo! claro que no! Esto es otra cosa! En esos años felices leíamos: el Diario nocturno, de Ennio Flaiano; Don Mirócletes, de Fernando González; El rey viejo, de Fernando Benítez; Luz de agosto, de Faulkner; La vida feliz de Francis Macomber y otros cuentos de Hemingway; La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes; La casa grande, de Alvaro Cepeda Samudio; La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez; Pedro Páramo de Rulfo; Los albañiles y Estudio Q, de Vicente Leñero; Eloy, de Carlos Droguett y toda la narrativa española que publicaban las editoriales españolas. En abril de 1968, cuando teníamos 22 años, edad dorada, febril, casi marítima, los poetas de Bogotá nos tomamos una foto histórica. Estaba de moda la música de Myriam Makeba, el Pata-pata y el “Poder negro”, estaba desafiando seriamente el establecimiento norteamericano. Uno de sus líderes declaró una vez: estamos dispuestos a quemar a los Estados Unidos, y diciendo esto, sus partidarios incendiaron las grandes ciudades de la Unión. Cuando escuchábamos a Los Beatles nos transportábamos a la dimensión desconocida. Compañeros poetas, algunos nadaístas, otros hippies, amigos que vendían moras de los cerros en la calle 60, compañeras que habían vivido en Nueva York sentían nostalgia del presente en medio del humo de la marihuana, de los toques de coca, de las alucinaciones del LSD y del hachís; collares con los signos del amor, flores y gestos pacifistas, retornos al Oriente tibetano, alegría interior y trajes que rompían tradiciones e inventaban estéticas a la vista, inauguraban una época. Los americanos eran implacables y crueles con los vietnamitas: pilotos gringos enmarihuanados bombardeaban poblaciones enteras. Para nada: Vietnam ganó la guerra, le propinó a sus agresores la más humillante derrota de toda su historia imperial. Sin embargo, nos mataron a Camilo y al Ché. Cuando los estudiantes de París al mando de Daniel Cohn-Bendit ---”Danny el Rojo”--- le dijeron al poeta Louis Aragón: vete de aquí, viejito gotoso, a mi me dolió en el alma, pues adoraba al “Loco de Elsa”. Escuchábamos al mismo tiempo música de Bach y a Richie Ray cantándole al “viejo Sebastián”; a Santana, a Agustín Lara, a Daniel Santos, a la Billo’s, a Escalona y a Alejo Durán, a los Rolling Stones, a los Papas y los Mamas, a Joan Baez y Bob Dylan, a Rolando Laserie, a Carlos Puebla, a Atahualpa Yupanqui, a Los Cuyos y a Los Chalchaleros; adorábamos las películas de Antonioni, Godard, Fellini y Buñuel. Después de ver Blow-up, endiosamos a Verushka y también a Cortázar, pero sobre todo a Julie Christie. El boom reinaba: Gabo, Rulfo, Vargas Llosa, Fuentes, el viejo Julio. Neruda vino a Bogotá. José Luis publicó El laberinto, tratando de imitar poéticamente a los narradores del boom; nos visitó el Papa Pablo VI; odiábamos a Johnson, ese vaquero ignorante, como le decía Fidel, y a Nixon por criminal, por genocida. En Colombia gobernaba con mano dura Lleras Restrepo; la estrella de De Gaulle declinaba; Mao era Mao y Lin Piao su profeta; alegría de los pueblos; soñábamos, soñábamos, soñábamos; fumábamos “Pielroja”, “Pall Mall” y cigarrillos ingleses de contrabando; bebíamos todos los tragos a cualquier hora y por cualquier motivo; Clara Samper y yo tomábamos vino sentados en los andenes del “Polo Club”, hablando de los judíos y palestinos; los grupos de teatro cosechaban éxitos internacionales; mis amores promiscuos se multiplicaban en el barrio Palermo; cuando oíamos Hey Jude, nos poníamos de pie; cuando escuchaba Sun sing Superman, pensaba en un pajarito muerto en garras de mi gato; llorábamos; nos reíamos del Maharishi, pero lo respetábamos; vimos diecisiete veces Woodstock; Capote nos helaba la sangre con sus narraciones escalofriantes; despertaba Africa; firmábamos manifiestos pidiendo la libertad de Mandela; la revolución en América Latina estaba a la vuelta de la esquina. Los poetas jóvenes, los nuevos narradores, los noveles artistas, los miembros de “La Generación sin Nombre”, nos veíamos, nos saludábamos en la Séptima, en el centro de Bogotá, tan rico, en Chapinero, hola Marta, qué hubo Santiago, en “El Cisne”, en “El Agujero”, en “La Romana”, o en “La Piñata”, “El Colonial”, el “Robin Hood”. En el “Mogador” vimos la versión cinematográfica de Pedro Páramo, con otro título; nadie sabía; cuando encendieron las luces estábamos allí los mismos: Augusto, Magola, Luis, Carmen Lidia, Alvaro, Esmeralda, José Luis, Clara, Nelson, Marianella, Nicolás y Anabel. En apartamentos cerca de la Universidad Nacional nos refugiábamos a beber aguardiente helado o ron caliente con pétalos de rosa que preparaba un comandante guerrillero clandestino en la ciudad; oíamos Samba, de mi esperanza, música andina, salsa cubana, un poco de rock, muy poco, ¡Qué año tan largo, tan mágico y tan luminoso fue 1968! Otro título para la lista de libros ficticios: El camino a Rouen, de Harry Street, el escritor protagonista de Las nieves de Kilimanjaro. La marea de mi corazón es tan alta como sus olas. La elección del designado. El cóndor. Anabel. Macondo. La Guaira. El general-presidente. La piocha. Islamabad. El skalde. Margot Loyola cantó para mí: La cachunga la señorita, la cachunga congolí, qué linda la señorita, mucho corazón pa’tí. Begin to begin, en la voz de Carlos Julio Ramírez. A los 12 años veo Arquimedes el vagabundo, con Jean Gabin. No olvido el baile del anciano en medio del desdén y del frío. Corroído por el flagelo arterial del remordimiento. Se las sabe todas; es el putas. Sabe cómo tirar. En eso nadie le da lecciones. Las mujeres deliran y luego quedan en un estado de encantamiento. Parece que después de los sensuales preludios, el hombre toca suavemente con la proa del glande la campanilla del clítoris, enseguida desliza el durísimo palomo hacia los delicados abismos, mientras sus ojos entrecerrados y la alegría arqueada de sus labios incitan al deleite íntimo, con cínica y segura sonrisa de caribe simpático (para unos, porque para los resentidos resulta ser una sonrisa jarta, incómoda, que produce rabia o quizá envidia). La pasión se desata cuando el miembro zigzaguea, se desliza, se sale, se mete y se saca y se mete y se saca y se mete como el cajón de Joselito en el carnaval de Curramba hasta el jadeo final. Los demonios se acercan, pero huyen. Abominables sombras tratan de circundar mis fronteras, pero llega la luz barriendo ágrios mordiscos. Eros me incendia. Baco me ilumina. La casa de poesía toda llena de murmullos de susurros y de cánticos de hadas y de tósigos mamones, de lagartos gotereros sapos lobos y algo más. La literatura es mitad verdad y mitad mentira, pero no es ni la una ni la otra, es simplemente, literatura. Mientras yo bebía diecisiete copas de vino en Luxemburgo el 17 de diciembre, Águeda Sotomayor entraba a las 2 y 22 minutos de la tarde, hora de Colombia, a una clínica clandestina de Bogotá para abortar una criatura mía. Exactamente el mismo día a la misma hora con sus minutos y segundos, Yolanda Sotomayor, humilde mujer que nada tenía que ver con la anterior a pesar de tener el mismo apellido, abortaba una criatura mía en un consultorio clandestino al sur de la ciudad, a manos de un mediquillo moreno que durante la anestesia le había besado el cuerpo apasionadamente. En ningún caso tenía yo noticia de estos embarazos y cuando supe por boca de ellas mismas ---el mismo día a horas distintas---, el terrible desenlace, lloré de furia y me dediqué a beber diecisiete copas de vino, diecisiete días después de haber regresado de Europa. Han cumplido 50 años: Silvio Rodríguez, Bill Clinton, Silvester Stallone, Liza Minelli, Diane Keaton, Oliver Stone, José Carreras, David Lynch, la bellísima Cher y Nicolás Aédo. Tenía en la mente la idea de escribir. Desde 1976 estaba absolutamente absorbido en su primera novela. Era otro hombre. Después dirá que fue su libro más original. ¿Por qué las mujeres se ponen eufóricas cuando beben? ¡Se descubre el secreto! Los científicos indican que la responsable de ese efecto es nada menos que la testosterona. Recientes estudios publicados en el diario Nature, demostraron que cuando la mujer ingiere bebidas alcohólicas, su organismo aumenta la producción de esta hormona masculina, especialmente durante la ovulación o cuando se toman pastillas anticonceptivas, haciendo que se sienta más atractiva y animada. Talvez Gombrowicz me ayude: en Ferdydurke hay un duelo de muecas entre escolares. Uno de ellos, Syphon, ensaya muecas del alma noble, sublime; el otro, Mentus, las de lo plebeyo, lo vulgar... Los dos se han enmascarado y adoptan formas antiguas, aunque antiéticas... En Ferdydurke, las partes del cuerpo, por ejemplo, se repiten con una cierta obsesión... 1948: no hace nada en el banco, aparte de escribir su novela Trasatlántico... En mi novela La seducción, dos viejos voyeurs excitan a los jóvenes a través de los cuales quieren sentir algo; pero esa misma fascinación que les suscitan, les hace inferiores... En Cosmos, los temas del monumento de nuestra literatura nacional, Sienkiewicz, están presentes de una forma rara. La forma no debe ajustarse al contenido sino justamente lo contrario; porque así es como se muestran todas las demás incongruencias y se obtiene esa distancia necesaria hacia la forma, hacia toda la tradición y cultura. Porque el hombre debe ser dueño de las formas que adopta y no esclavo de ellas... En Cosmos usted mira la lluvia, luego observa otra lluvia, pero ya que ha visto antes una, esta lluvia le parece más significativa, etc. Llega hasta cinco o seis lluvias, y entonces eso aumenta y estalla... Este signo está representado por el cangrejo, la criatura perfecta para mostrar los dos aspectos de las personas nacidas bajo Cáncer. Como el cangrejo, tienen una caparazón un tanto alarmante que recubre un corazón frágil y vulnerable. Con todo, son física y psíquicamente muy resistentes. El nativo de Cáncer habla poco y pocas veces es comunicativo. Su timidez innata y su limitada capacidad de tomar decisiones suelen ser disimuladas con actitudes de altivez y engreimiento. De una u otra manera estas personas se consideran seres fuera de serie convencidos de su superioridad. Su deseo permanente de cambio, especialmente en la juventud, los suele mantener inquietos. Ocurrencias repentinas o súbitas fantasías los lleva a cometer errores que suelen atribuir a injusticias del destino. Aman la soledad y su capacidad de compasión es profunda, por esto son contadas las personalidades de este signo que se atreven a ser jueces de los demás. Para entonces te veré, Anabel. Beberemos vino rojo y volveremos a encontrar dulcemente la piel sedosa de nuestras mejillas y de nuestros labios. Eso vendrá a su tiempo y será pronto, decía el poeta. Ahora, abandonémonos a este ocio invisible. Rodrigo se vino a vivir conmigo definitivamente. Por la cercanía a la Universidad y por comodidad. Compró un hermoso estante de bambú para sus libros y adornó las paredes con los afiches que ha traído de sus viajes a los Estados Unidos, especialmente del último, cuando estuvo en Nueva York: de Woody Allen, Marilyn Monroe, de la bahía de Manhattan. Está entusiasmado con el Derecho, aunque su verdadera vocación se orienta por el lado de la poesía, el cine, el periodismo. Por su parte, Minana está grande y bonita. Se la pasa comiendo: consume Coca-Cola con habichuelas, sopa con arequipe, gelatina con carne molida. Adora su jardín infantil y cuando la levanto, muy temprano, para bañarla no opone resistencia. Recibe la ducha de agua tibia con los ojos aún cerrados y juega con las manos en el agua. Es muy creativa y por las tardes se va al cuarto de mi madre y las dos se dedican a pintar horas enteras. Minana es independiente y voluntariosa, pero a su abuela la obedece ciegamente. Bertha ya está recuperada de su operación quirúrgica: fue un imprevisto angustioso, pues de un momento a otro comenzó a brotarse por todo el cuerpo mientras daba gritos de dolor. Hubo un momento en que pensó que iba a morir. Acababa de tomar un buen vaso de salpicón con helado, cerca de “Galerías” cuando sobrevino la crisis. Nos subimos a un taxi, con Minana en mis piernas, y en medio de tremendos trancones, los gritos de Bertha lograron desesperar al conductor. En la clínica, el médico captó con rapidez el problema y ordenó de inmediato la cirugía. Le extirparon la vesícula y unos cuantos cálculos. Todo salió perfecto. Ahora se está capacitando en la oficina para asegurar su estabilidad laboral. Su mayor deseo es comprar un computador con impresora a fin de trabajar en la casa. De mi operación de la hernia, en cambio, me quedó una aguda depresión, con angustia y ansiedad, con la autoestima en el subsuelo, como un demonio interior que me hace sudar frío día, tarde y noche, sin saber por qué, ni de cuándo, ni de dónde, ni cómo exorcizarlo, ni cómo destruírlo. Toda la literatura norteamericana sale de un solo libro de Mark Twain: Aventuras de Huckleberry Finn. ¿Hemingway? Nicolás, Nicolás Aédo, poeta mío, no sé quién me motiva a escribir, será el amigo, el poeta, el escritor...? ¿Serán los tres? ¿O a lo mejor unos deseos inmensos de comunicarme contigo, y no tener otra forma de hacerlo? Te cuento que el 25 de diciembre, muy temprano, a eso de las nueve de la mañana, acabé de leer tu novela. Luego, aprovechando la tranquilidad de los días de descanso de vacaciones, volví a leerla. Mi opinión ya te la dí y en ella me sostengo. Quiero comentarte además que de esa lectura me quedaron algunas inquietudes, tales como leer las obras de Simone de Beauvoir, de quien hace algún tiempo había conocido La mujer rota y otros relatos que fueron publicados en la Colección de “Literatura Universal”. El otro día, al pasar por la Librería Buchholz, adquirí El Segundo sexo, una obra de verdad bastante interesante. La Sonata Primavera de Beethoven... ¡Oh Dios! ¡Cuántos deseos tengo de escucharla...! Pienso que cuando tengas unos minutos libres podríamos conversar un rato. Puede ser un domingo en horas de la mañana. ¿Por qué? Creo que es necesario. Además te tengo una sorpresa musical. Miro mi letra y me aterra ver el tamaño. Talvez, inconscientemente, sea un mecanismo para lograr llenar estos espacios en blanco a los cuales les tengo verdadero miedo. Con todo mi afecto, Rosa María. Mi novela, mi novela. Estoy sumergido en mi novela como un perseguido tras los muros. Es mi parasol, mi coraza, mi túnica salvadora. Hoy la seguridad íntima femenina es aguamarina. Íntima. Aguamarina, ducha íntima. Su más íntima protección. Íntima Aguamarina es una ducha íntima desechable, lista para su uso, creada para la higiene de la mujer. Combate los flujos crónicos y algunos virus frecuentes en la vida moderna. Previene los hedores y actúa como profiláctico después del acto sexual. Es 100% higiénica. Con su exclusivo sistema de cánula automática solo se requiere halar y la ducha queda lista para su uso. He venido a verte, Nicolás, porque mis sentimientos también cuentan y creo merecer el respeto suficiente como para dialogar contigo acerca de tu manera de acabar con esto. Si eres tan inmaduro que no quieres hacerlo, piensa que tú eres responsable en gran medida de mi situación de ahora. Toda relación es entre dos y cada uno es responsable en ella. Si se va a acabar como has acabado con tus 96 mujeres pues por lo menos dame el privilegio de que sea conversado. No creo merecerme en absoluto esta maldita zozobra, pues aún te quiero demasiado como para tener que soportar esta angustia. Si dices que me respetas, por favor, dialoguemos. Tú eres responsable de mi vida ahora, pues ya sabes lo sola que me encuentro. No soy una cualquiera para que me desprecies y me humilles de esta manera y tú no eres un niño. Por favor, estoy en ascuas y necesito hablar contigo. No me niegues un diálogo aunque sea breve. Yo no lamento en absoluto haberte conocido, sino todo lo contrario, me concediste el privilegio de ser tu mujer durante unas semanas y fue lo mejor que me ha pasado en la vida. Por eso no puedo creer que ahora debas negarme las palabras finales. He examinado mis actos y no encuentro nada en ellos como para que me trates de la manera que lo haces. Si es que en tan corto tiempo encontraste otro amor que te reemplace el mío yo sabré entenderlo, pues ya no soy una niña, tengo la suficiente madurez para afrontar lo que venga, menos la incertidumbre. Tuya todavía, Ludmila. ¡Buen trabajo, Mickey! ¡Todavía estamos a flote! ¡Vamos, Pluto! ¡Es fácil! ¡Bien, ya estamos en tierra firme! ¡Talvez podamos encontrar las huellas del camión! ¡Grrr! ¡Pluto olfateó algo! ¡Oh agua de nuevo! ¡Debemos tener cuidado, los pantanos son traicioneros! ¡El fondo parece firme, jefe! ¡Allí veo tierra! ¡Pero aquí no hay huella, Mickey¡ ¿Qué vamos a hacer? ¡Shiiit! ¡Guau! ¿Oíste algo, Pluto? ¡Se trata sólo de un tronco hueco! ¡Grrr! ¡No creo que sea sólo eso! ¡Escucha! ¡Bienvenidos, amigos! ¡Cayeron en mi trampa justo en el momento en que más lo necesitaba!... Galo era erotómano y voyerista. Andaba con maricos y hasta mariconeaba con ellos cuando ayudaba a las mamasantas en los putaendos. Allí aseaba los cagatorios inundados de cagarrutas evacuadas por los embriagados clientes de las nocheras y escuchaba en ratos de silencio suspiros y jadeos, palabrotas y susurros, además de eructos, estornudos, pedos sonoros y ventosidades imperceptibles. Variación: Galo era erotómano, voyerista y flatulente. Andaba con maricos y hasta mariconeaba con ellos mientras ayudaba a las alcahuetas en los más sórdidos putaendos. Aseaba los cagatorios inundados de cagarrutas evacuadas en las noches por los embriagados clientes de las rameras, y escuchaba a ratos palabrotas y susurros, suspiros y jadeos, eructos y pedorreras, estornudos y alaridos, ventosidades tremendas y murmullos de meados sobre la madera. Elsa Noir, Rosaline, Nirsa Leo, Dronelas, Ron es isla, Ser Ilona, Irán león. El arte no sólo nos deleita, también nos sorprende: la película que mejor retrata a mi generación es quizá Novia que te vea, de Guita Schyfter, que narra las visicitudes de Rebeca (Rifke) Groman y de su amiga Oshi Matarazzo. Rebeca es una niña judía nacida en Turquía en 1944. La historia comienza en México a donde los padres han emigrado. En 1951 pertenecen a una de las miles de familias judías que anclaron en Lagunilla; larga travesía de la infancia a la adolescencia, junto a su paisana y contemporánea Oshi; entre tradiciones y deslumbramientos; los años 60, la Revolución Cubana, mítines y consignas y Neruda leyendo sus poemas con voz de letanía lluviosa en Ciudad de México; la militancia comunista, el romance con Saavedra, el líder de las Juventudes, su prisión mientras el señor y la señora Kennedy visitan la City; La Internacional; los amores contrariados; la huída a Guadalajara; el amor, las pasiones; la integración familiar; los años 70, 80... Saavedra, diputado, Rifke, antropóloga, Oshi, pintora afamada; los hijos ven la Guerra de las galaxias; la historia comienza y termina repasando álbumes con fotografías de los abuelos: siempre pensé, dice Rebeca, que eran fotografías de la Biblia. Escenas maravillosas de Vicente Rojo. Toda esa (mi) vida parece salpicada de episodios entresacados de las novelas de Jorge Semprún. U, Oé, Plá, Díaz, Solís, Abadía, Herrera, Cortázar, Melgarejo, Echavarría, Olavarrieta, Villaviciosa, Valdeblánquez, Aristiguieta, Ordosgoitia, Santamaría, Campuzano, Granados, Vergara, Revelo, Tovar, Vera, Paz, Li, O. Escribe José Saramago: la novela es una máscara que oculta y al mismo tiempo revela los trazos del novelista. Si la persona que el novelista es, no interesa, la novela no puede interesar. El lector no lee la novela, lee al novelista. Tú, el que portas este memorial de sueños, y que desde aquella noche conquistaste mi corazón, eres desde hoy, ante el día y la noche, la brisa y las estrellas, el elegido para nuestra alianza de eterno amor y perpetua unión, y de ello dan fé las danzarinas horas de este instante. A. Hay instantes ---breves, extensos--- de inmensa dicha y otros de profunda depresión, eso lo sabemos. Ambos estados, melancolía y júbilo, constituyen las dos alas con que vuela la existencia. No nos quejemos; la vida necesita del día y de la noche, de la primavera y del invierno. ¡Qué terrible sería que todo el tiempo el semáforo alumbrara luz verde! Cuando está en rojo estamos expectantes, impacientes; luego, una luz amarilla nos invita al alivio inmediato, a prepararnos; llega el verde y es la libertad, la dicha, la suprema alegría de seguir viviendo. Ahora, muy diligente, después de frotarme las manos frente a la taza de café humeante, debo concentrarme en el análisis presupuestal de las localidades de Bogotá: los recursos asignados por la administración central no han correspondido al inventario real de las necesidades básicas insatisfechas. Durante aquellas largas veladas a orillas de los raudales, recordábamos el mundo civilizado al que pertenecíamos y que, a través de la selva y de la distancia que de él nos separaban, se nos antojaba como ficción que alguien nos hubiera narrado, o como recuerdo de una vida anterior. Aquella tarde en la alameda, loca de amor la dulce idolatrada mía, me ofreció los claveles de su boca. Y el Buda de basalto sonreía... Menos 5º centígrados... 80º cardíacos... Los demás whiskies van a la cabeza... “Escocia” va al espíritu... (Prohíbase el expendio de bebidas embriagantes a menores de edad). Cuando era tan solo un chino, me diste confianza. A medida que fui creciendo, me encarrilaste. En la primera juventud, me otorgaste valor y alegría. Ahora que empiezo a recorrer mi camino, me obsequias una pluma “Stevenson”. Con este maravilloso detalle me has dado alas para triunfar. Los ingleses siempre han sido reconocidos por su elegancia y perfección. Pero en ninguna obra es ésto tan relievante como en la extraordinaria elaboración de los instrumentos de escritura “Stevenson”. Como el Real Son 120, con sus distintivos acabados en oro de 23 kilates. “Stevenson” de London es la ideal celebración del arte y el gusto británicos. “Stevenson”. Londres. Garantía internacional perenne. De venta en joyerías de prestigio. Durante el día me baño de sol y optimismo. Salgo con Minana y la dejo en el Jardín. Me dirijo a la oficina y trabajo concentrado revisando informes y recorriendo cifras durante interminables horas. Bertha, frente al computador, pasa a limpio centenares de páginas preparadas por los analistas de la oficina. Al atardecer, de nuevo en familia, veo un poco de televisión y comienzo a deprimirme. Más tarde duermo unas horas y despierto en la madrugada ansioso, angustiado, pesimista, temeroso, definitivamente destruído. En aquellos tiempos remotos suponíamos que toda mujer barrigona tenía la chocha ancha, que todo tipo con bigotes era un guache y que todo gordito calvo y sonriente era cacorro. Hoy: dos hechos gratísimos (e insólitos): en el supermercado, mientras compraba una botella de vodka inglesa, tocaban los valses más conocidos de Kreitzler. Y en la tarde, mientras bebía una taza de café negro en “San Fermín”, viendo reverdecer las hojas de los urapanes, bajo un torrencial aguacero de enero, escucho el mejor jazz de las mejores trompetas de los años 60. Sólo falta que esta noche cuando vaya a comer al “Maycamé”, doña Inés del alma mía haga sonar la Sinfonía en Re Menor de César Frank. Oía el murmullo en la oficina porque áuribug mnigarr a ragaocaraj ohombres adultos costeños borrachos entre sombras alegando con la esposa semidormida en combinación morena sombría halitosis carajo pelos de adulto conversaciones incoherente pero serias en el origen y la razón inconsciente mujer: te he amado el ombligo y las várices. Magdala y yo hacemos el amor al ritmo de la Noche transfigurada de Arnold Schoemberg. Entré al restaurante “Barichara” y pedí almuerzo corriente. Me disponía a probar la primera cucharada de ajiaco cuando se sentó diagonal a mis ojos, la bellísima Cleo. Sensual, nerviosa, mostraba las piernas perfectas y doradas con impudor inusual. No pude comer con tranquilidad. Yo sentía la necesidad de mirarle los muslos ardientes y me encontraba con su mirada nerviosa y esquiva. Al terminar su bandeja, Cleo se cercioró que yo no dejaba de mirarla y se levantó lentamente de su silla dejando espacio para mostrarme el dulce delta en la mitad del día, sólo cubierto por la media pantalón. No le vi bragas ni panties ni calzones. Esta operación me dejó frío, sin aire, definitivamente torturado por el resto de mis días. Soy un bogotano más. Un hombre del común. Un transeúnte más de la Carrera Séptima con Calle 19 que recibe sin cesar las oleadas humanas que vienen y van bajo la lluvia persistente persistente persistente inacabable monótona de gotas frías y fastidiosas que descomponen negocios y amores. Un habitante más de esta desordenada metrópoli, caminante de sus carreras y avenidas, de sus calles y transversales, de sus ascensores y tugurios, viajero de sus buses de innumerables rutas diurnas y nocturnas. Soy un morador del frío sabanero y el calor de sus veranos anormales. Un cincuentón como tantos miles de cincuentones que caminan por la loca ciudad, esperando algo, haciendo largas filas en los bancos, mirón de mujeres de diversas categorías estéticas y hedonísticas. Un señor más. Un ciudadano más. Un tipo cualquiera. Un papá del común que con el ceño fruncido camina apresurado con su hijo de 20 años. O despacioso y resignado, con su hija de 5. Esposo común y corriente que de la mano de su cuarentona mujer, silencioso pasea por los centros comerciales de Bogotá mirando más que comprando. Un tipo más que se embriaga los fines de semana con sus vecinos, que habla de fútbol, que se guía por Monserrate cuando vaga perdido en noches de barrios bajos, que reniega del sistema y de la falsa moral de los beatos. Camilo se puso muy temeroso cuando se enteró que el suegro había matado a un jabalí de una patada. El erotismo, como elemento liberador de la conciencia humana, lleva al goce, al júbilo de existir, a la vida... ¿Por qué en José Asunción Silva el erotismo lleva hacia la presencia de la muerte? Subí por la calle 45 hasta la Carrera Séptima bajo la llovizna persistente. Era día festivo y las calles estaban tranquilas, sin personas ni automóviles. Hacia los cerros, la neblina escondía casas, edificios y vegetación. Tomé un bus que recorrió toda la Carrera Séptima hasta la calle 85, en donde ascendió rumbo a La Calera. Me bajé. Abrí el paraguas y me defendí de la lluvia helada del páramo. Tomé la calle 85 hacia abajo. Parecía un río verde, una serpiente vegetal. De pronto, dejaba de llover y sólo quedaban unos alfilerazos de agua que fastidiaban la cabeza y la nuca. Pequeños arroyos culebreaban a la orilla de los sardineles y al tomar la calle un rumbo recto, se detenían y quedaban allí como lagos en miniatura. Hacia adelante la calle era una alameda fresca. A ver, Níccolo, escríbelo otra vez. No importa que tengas que borronear una y otra vez. Ensaya de nuevo. Describe, dibuja, narra. Házlo con cojones, con el alma, Nicolás Aédo! Describe, reescribe, duda, detente, relee, retorna, lee a los clásicos, consulta a tus autores favoritos, prueba de nuevo y no te des por vencido. Dale, hombre, una y otra vez. Alicia era hija de un abogado de Calamar y de una matrona samaria. A los 13 años, además de estudiar primero de bachillerato, sólo bailaba. Llegaba a la casa, se despojaba del incómodo uniforme del colegio religioso, colocaba varios discos en el equipo y se ponía a mover las caderas, sola, con los ojos cerrados y la sonrisa en los labios. Incapaz de llevar a la realidad el amor que sentía por Adrianarrubia, decidí dedicarle mis afectos a la precoz danzarina. Era morena clara, sensual, algo agresiva. Al primer intento de rozarle mi rostro mientras bailábamos el bolero Te busco, de Lucho Bermúdez, delicadamente interpretado por Matilde Díaz, me dio una suave cachetada en la mejilla. Era diciembre y estábamos ahora en vacaciones. Fui su parejo en todos los bailes de las novenas de aguinaldos en el barrio Palermo. El 31 en la noche tomé abundante “Cuba Libre” y en la casa de Alicia, reunidos sus familiares con los míos, aguardamos la llegada del Añonuevo. Recuerdo que nos fuimos en caravana a la Misa de Gallo en la Iglesia de Santa Teresita. A la salida, retornamos a la casa en grupos de dos y tres. Alicia y yo quedamos juntos durante dos cuadras. Sin dejar de caminar le dije secamente, muerto de miedo: te quiero. Ella respondió de inmediato: yo también. Y comenzamos un romance adolescente no exento de celos y de desamores. Sin habernos cogido una sola vez la mano, excepto cuando bailábamos, y sin habernos otorgado la felicidad primaveral de un beso, excepto el fugaz de la mejilla al saludarla, este amorío terminó sin pena ni gloria al mes exacto de haberle expresado un pronombre y un verbo peligroso e ingenuo. Las actas de liquidación en numerosas oportunidades no coinciden con las especificaciones del contrato. Debido a las deficiencias expuestas, muchas obras se encuentran inconclusas, siendo necesarios contratos adicionales para su terminación, generando sobrecostos. Por ejemplo: el contrato celebrado en la Localidad de Chapinero, cuyo objeto es arborización; de otro en Engativá, recuperación y mantenimiento de vías, barrio Consolación, carrera 90. Objetos imprecisos, nada específicos. La melanina es el pigmento del que más depende el color de la piel y de los pelos. Bertha se levanta a las 6 y media; a las 7 debe estar en el curso de Sistemas. Ha tenido tiempo para servir café con leche y pan; darse un baño reparador, secarse, vestirse, maquillarse; pero bajo la nerviosa presión del reloj: corra por aquí, corra por allá; corramos todos. Minana duerme plácidamente junto a mí; se ha pasado a la cama, sonámbula, en algún momento de la madrugada. Bertha de pie, bebe de un sorbo el contenido del pocillo. Me da un beso apresurado y se va. Yo observo de reojo el reloj: 7 y 3 minutos. Coloco la cabeza de la niña en mi axila y pereceamos plácidamente; cuando vuelvo en mí son las 7 y 35. Un hilo de pavor asciende por mi estómago; a los pocos segundos, el pavor se transforma en jartera. Minana, profunda; la desvisto con mimos y juegos; me desvisto rápidamente; la cargo; ella, con la cabeza desgonzada sobre mi hombro; la ducha fría, luego tibia, un poco caliente; un hilo delgado; baño rápido, ordenado y desordenado. Minana juega con el jabón; se cae el jabón; ella se agacha; todo lento. Me desespero; nos secamos; la peino, me peino; lavado de dientes y todas las etcéteras. El tiempo corre; la visto, me visto; las medias, las mías; los zapatos de los dos; monosílabos; se antoja de café con leche. A esa hora. ¡Por Dios! Nos cierran la entrada! Mi tarjeta en la oficina! Debo amarrar mis zapatos; ¿no llevo corbata? Minana se queja de dolor en la rodilla: ayer se tropezó con las baldosas cuando perseguía un globo; minutos, minutos, minutos. A las 7 y 59 salimos; me apresuro: Minana apúrate, mamita. Sus piernecitas no pueden avanzar más rápido; no dan más; toreamos los carros, los buses; llegamos jadeando al jardín; la beso, la peino con la mano, con los dos dedos; vuelvo a besarla; corro a tomar mi buseta, o mi bus o microbús, o ejecutivo: “Class Room”, “San Mateo”, “Soacha”, cualquiera me sirve; pasa uno, el otro; pasan tres, cuatro, cinco; al fin; el trancón es desesperante. Llego, camino cuatro cuadras interminables; solo veo asfalto, cemento, ladrillos, pasto, árboles, vigilantes; en el enorme edificio de mi oficina los compañeros se agolpan frente a la puerta de un ascensor que no llega; los tres ascensores muestran números luminosos arriba; una veintena de funcionarios callados y afanados, miran impacientes los números; cuando llega al primer piso se abre la puerta; el tumulto invade el pequeño espacio; quedo por fuera; enseguida, llega otro; ciegamente, penetro; arriba, dieciséis pisos de lento ascenso, se agolpan los empleados en torno al reloj; marco mi tarjeta automática en medio del acoso: 8:07 a.m. Comienzo mi día laboral: la alegría colectiva por el triunfo del equipo predilecto, disfraza el drama colectivo: las deudas, los problemas afectivos, las apariencias; nos disponemos a trabajar bajo las notas de las más hermosas melodías clásicas latinoamericanas. ¡Oh por Dios! Bienvenido, día! Recuerdo a la bruja de Dios, sueño fosforescente de aguas pálidas, delgada y lánguida, callada, maniática en la soledad de su cama mórbida. Hay una mujer en mi país, tan alta como las altas, tan tierna como las tiernas, y quizás mejor que las mejores, que pinta de colores nuestra infancia y le regala juegos y sonrisas. Le dicen la muchacha del servicio. Otros la llaman despectivamente la sirvienta o acaso la de adentro o la de la cocina, o la manteca o la mucama o ésta o aquella o la india, como le dice la nueva-rica que compró apellido. Pues bien, esta mujer, oro subterráneo que a veces es para el señor objeto de sus iras nada santas y de sus sucios deseos ---pobre señor, más pobre que señor--- y que a veces, las más, es mucho menos que el perro consentido de la Doña, es quien esculpe la nación entera. Esta mujer, que es piel de la desdicha, que no siempre conoce la sonrisa, que es vejada y gritada hasta el aullido por su santa y católica patrona, es, sin embargo, llave de alegrías, la que hace florecer los alimentos y los convierte en dulces paraísos. Es quien tiene en sus manos casi siempre la carta o la razón, el libro o la palabra, el mensaje que nos hace vibrar, el recado de amor que nos anima, el diario que nos riega de noticias del mundo, el agua que reinventa las auroras o el café que nos las fructifica. La que cada mañana nos devuelve limpia la vida, limpio el territorio de esa vida que no siempre es limpia, y que es puente mediador para el antojo, el capricho, el remedio redentor, la copa roja o el azar del júbilo. Esa mujer, clave del devenir, tan alta como las altas, tan tierna como las tiernas, tan bella como las bellas, tiene en estas palabras mi regalo perenne, mi multicolor respeto, mi fraterno abrazo, y la palabra gracias cada vez que regreso en mis sueños a la infancia. En un mismo año, a los 17 de mi vida, fui novio de Martha: delgada, pecosa y sensible, con pergaminos patrióticos; en vísperas del primer beso, se desmayó con una rosa en la mano; novio de Elena, musa oriental, rostro de emperatriz egipcia, bella y risueña, a quien le daba versos en lugar de besos, y novio de Blanca Inés, campesina de piel blanca, cabellos rubios y ojos verdes como las esmeraldas de su Muzo natal: con ella fueron los primeros besos de amor y de pasión, escondidos detrás de un mostrador mientras los voyeristas nos espiaban desde un altillo, al amanecer. Por ejemplo: en Usme se contrató la realización de obras en dos salones comunales, pero limitadas solamente a la estructura y los pisos, faltando mampostería, pañetes y cubierta, entre otros. Amanal, degollina, decuria, lumitipia, macadam, mamarracho, bohordo, miñoco, mirabel, pinjante, pirriaque, pirigullán, réspice, sámago, sinclinal, sirimiri, zafrero, ñapanga, onfacino, perengano, yusera, trancahílo. Para preparar el borsh ucraniano: la costilla bien lavada se cuece hasta ser preparada. Las remolachas bien peladas se pican en tiras, agregan la sal, rociando con vinagre, agregando el aceite, pasta de tomate, azúcar, y se fríe en sartén hasta que esté medio dorado. La cebolla, zanahoria, raíces de perejil se pican en tiras y levemente todo junto se fríe en aceite vegetal. Al caldo colado agregan la papa en cubos hasta hervir, después añádale repollo fresco y cortado en tiras y se cuecen durante 10-15 minutos. Después agregue al caldo las hortalizas preparadas, algunos granos de pimienta negra y hojas de laurel, dejándolo hervir 5 minutos más y agregando el tocino bien picado. Mira la palabra naciendo, creciendo, haciéndose. La creación creándose. Está brotando la letra que amarra el nudo de la sílaba que alimenta la palabra; está naciendo el vocablo sonoro, el sonido del signo, la palabra; música para los ángeles; ángeles para las musas; mira cómo envuelve poco a poco esta música escrita convocando palabra que huye tras el signo siguiente; la creación conformándose, la frase conformada; la palabra anterior, la oración anterior, la frase, el párrafo, diluyéndose en signos invisibles que paso al siguiente, al texto de colores o incolores, al presente, al que ilumina el ojo momentáneo, al que anuncia el ignoto, el desconocido texto futuro sin futuro, al inmediato que nos va a marcar, a emocionar, a pasarlo inadvertido, al que nos quiebra o nos masacra o nos aturde; creamos creándonos a cada paso; yo veo, yo oigo, yo siento estas palabras; olvido la que inició la mirada de los veinte sentidos en el instante exacto en que mi ojo la vio para leerla; ahora leo la que escribo; ignoro la siguiente; pero soy Dios y sé que existen atrás, aquí, adelante; puedo alterar su tiempo y estoy vivo; mira el discurso naciendo, la palabra cociéndose, el texto delirando. Deterioro general del espacio con énfasis en la margen izquierda del río Arzobispo, donde se presentan grandes focos y acumulaciones de basuras, invasión de la ronda por muros y edificaciones, malos olores, plazas y botaderos de aceites quemados. Vivimos cual la sobre fría y sólida esfera actual la en convertirse hasta condensando y enfriando fue se años los de paso el con que, circular movimiento en, ardientes gases de nube una fue planeta nuestro principio un en que cree Se. Interior de una tienda en la calle principal de Bogotá con muleros comprando. Firmado: “J. Brown pinx”, c. 1840, sobre original de J. M. Groot. Acuarela y bandas de papel blanco adheridas a la pintura, 22 x 30.9 c.m. Royal Geographical Society, Londres (x842/40). El ingenuo y directo realismo de este inusitado documento de la vida de Bogotá, tal vez el único que ilustra el interior de una tienda, descrita profusamente en la literatura, está subrayado por detalles como los letreros manuscritos, sobre bandas de papel blanco, notificando a los clientes sobre las reglas del establecimiento: “Hoy no fío, pero mañana sí” y “La tertulia perjudica”. La innominada: sílfide del trópico en la temporada del infierno, pálida, lánguida, etérea. Yo te pregunto, Anabel, ¿adónde voy? Inequívocamente hacia mí, responderías. Mi norte, mi ideal, mi utopía. Magdalena, hada trigueña, bella y musical, me pide en medio de la revisión de informes en la oficina, que le regale un acróstico. Debo, pues, acudir a mis ángeles, a mis demonias y testiades, a las musas, aónides, castálidas, helicónidas y piérides, hipocrénides, pimpléides y pegásides, para poder realizar su orden-deseo, mi trova, plectro mío, mi canción de juglaría, mi poema, y así corroborar que en verdad-verdad soy un vate, un bardo, un cantor, un trovador, rapsoda, almea, felibre, asne, aeda, escalde, messinger y rimador. Hé aquí el resultado: Mirada de niña tierna, alborada del amor, gracia mágica y eterna, dulzura de ruiseñor, ánfora de rosas llena, luz de limpio resplandor, encanto de las estrellas, niña de sonrisa bella, arcángel de mi ilusión (Fdo). Nicolás Aédo. Sublime y soñador, todo lo contrario de Ludovículo, a quien Toribia lo excitó de manera exagerada, hasta el galope desenfrenado del corazón, siendo ella como era: cojitranca, desdentada, cascorva, tatareta, sucia, ñunca y corcovada. La industria extractiva ha producido o acelerado otros problemas como son los de erosión hídrica superficial, carcavamiento, derrumbes y deslizamientos, ruido, contaminación por polvo y deterioro del paisaje. La extracción conlleva procesos sedimentológicos altos, que son manejados por la cantera, pues en la mayoría de los casos no cuentan con trampas de sedimentos adecuadas, permitiendo de esta forma que la escorrentía superficial arrastre grandes volúmenes de material sedimentario. Jamás permanecía quieto en ningún sitio, escribió Alma Malher. Fuese donde fuese, un temor le asaltaba: ¡Perder el tiempo! Cuando de pequeño le preguntaban qué quería ser de mayor, contestaba: mártir. Fotografía de Gustav Malher tomada en 1907 por Moriz Nahr. (Col. Othmar. Krantzen, Lisboa). Las aguas cenagosas se extendieron sobre la tierra cretosa repentinamente abandonada por el mar, y esas aguas no eran ya saladas sino dulces como las de un río recién nacido. Llegué al poder prácticamente solo. ¿Solo? Ingrato y vanidoso corazón. Devotos hindúes lavan con líquidos sagrados la estatua de Lord Aadinath, un santo que es reverenciado por la Comunidad Jain. Esta ceremonia, que se cumple cada cinco años, forma parte del festival que se celebra en Bombay, India, dedicado a la paz del mundo. El instructor, oráculo doctrinante, guía preceptoril, rezonga, refunfuña y despelleja al contrincante, tildándolo de sátrapa, jesuita, culebrón, somormujo, y pasa seguidamente a picarlo, contrapuntearlo, mosquearlo, en tanto que el innocivo antagonista procede a responder que es él el holgazán, el guillotillo, guiñaposo y gorrino malandrín; se trataron se lenguaraces, descocados, virulentos, y así, durante lustros, se siguieron zahiriendo, vejando, malparando, sopapeando, derrengando y zurrando la badana. La consonancia, el verbo, los símbolos, la vivencia poética del tema del tiempo, la tarde como imagen de tu alma, los estímulos del sueño, los poemas a sus mujeres amadas y todo ese hondo y claro manantial que es su poesía. Sin lugar a dudas, este tramo del fin de siglo en Colombia es uno de los ciclos más críticos (si cambias el rit por itr, quedaría cítricos) de la historia de un país, equiparables al período de la Guerra de la Independencia y al de las contiendas intestinas que nos asolaron en la centuria pasada, superando en buena parte la negra noche de los años 50. Sin embargo, paradójicamente, el artista de este tiempo disfraza o elude ese dramático entorno, muchas veces encerrándose en la torre de marfil, dándole la espalda al compromiso social o rehusando tomar parte en una necesaria y urgente cruzada de solidaridad por la recuperación democrática del país. ¿Por qué esta postura aparentemente elusiva ante la realidad actual colombiana? La respuesta está en esta novela. ¿Novela? O no lo está. A la hora de la verdad, da lo mismo. El problema, Anabel, es de definición, de decisión, de exceso de amor o de falta de ídem. Porque es común la disposición de las basuras corrientes del río Tunjuelito. Ello acarrea problemas de propagación de insectos y roedores transmisores de enfermedades infectocontagiosas (fíjate Nicolás, la relación tan extraña entre insecto e infecto), así como también problemas de salud por infecciones causantes de enfermedades respiratorias y diarréicas que afectan a la población infantil. Sus riberas, a causa de la basura depositada, son focos de contaminación. Hay una foto en que yo, vestido de “Hoppalong Cassidy”, a los 5 años, sostengo con la mano a una bebita llamada Ivonne. Si años después fuimos novios, no una sino muchas veces (veces, no muertes como el libro del peruano Enrique Congrains Martins), es porque en la búsqueda del amor siempre la encontraba a ella. Su rostro blanco, sus ojos expresivos y tristes, su boca linda, su bello carácter, conforman un medallón que llevo con alegría en el corazón. ¡Humm! ¡Qué inspirado!

Acerca del autor

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Biobibliografía

Escritor, poeta y narrador colombiano, nacido en Santa Marta en 1946. Ha sido comentarista bibliográfico de Lecturas Dominicales, suplemento literario de El Tiempo de Bogotá (1979-2000). Nominado al Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos”, en Caracas, Venezuela (1987), con su obra Las puertas del infierno. Premio “Aniversario Ciudad de Pereira”, por su novela El muro y las palabras, en 1994. Ha publicado varios libros de poesía ---El laberinto, Cantoral, Poesía dispersa, Rapsodia del caminante, Oficio terrenal, El libro de las visiones y La fiesta perpetua ---, una obra teatral, La muñeca nocturna y varios libros para niños. En 2004 el Gobierno de Chile le otorgó la Medalla de Honor Presidencial “Centenario Pablo Neruda”.