Uno

Volvemos a vivir. Volvemos a soñar. Volvemos a empezar. O.K. Aceptemos que la vida es un azar planeado: por eso tengo la certeza de que nunca será tarde para que estemos juntos, Anabel. Jamás para que riamos de nuestras pasadas ocurrencias o para que lloremos la desdicha de haber perdido años luminosos, días dorados, horas invalorables. Yo sé que pronto miraremos nuestros rostros marchitos, gastados por la mudanza de tantos años duros, abolidos en su belleza de antaño, pero hermosos en su antifaz melancólico donde expresamos la fuerza inagotable de nuestra alma que alguna vez fue feliz. Comencemos a arder, Anabel, recomencemos. Naturalmente, me responderías si estuvieras frente a mí, casi sin hacer caso de mis reflexiones. Siempre he preferido escribir a vivir. Pero la vida misma a ratos impide que pueda escribir. A las 3 y media de la madrugada despierto sobresaltado por algo que no puedo racionalizar. Como estoy en posición horizontal, bocarriba y sin almohada, siento de súbito un obstáculo en la garganta que me impide tragar saliva, lo cual va creando aceleradamente un sentimiento de angustia. La respiración me falta, la ansiedad crece, la imaginación comienza a poblarse de pensamientos confusos: estoy en una celda oscura, estoy en una clínica con tubos en la nariz, donde no puedo moverme con libertad; estoy en la parte trasera de un vehículo, donde no hay puertas ni ventanas... ¡FFFFF! Doy un salto desesperado de la cama y en un santiamén estoy de pie buscando (y encontrando) el aire. A mi lado, Bertha duerme plácidamente. En la cuna, Minana duerme el dulce sueño de sus plutos y sus tribilines. Pasan dos minutos, tres, cuatro... A los cinco minutos voy recuperando lentamente el ritmo normal de la vida. Salgo de la habitación, donde me desespero de ver tantos libros, papeles, carpetas, ropa, trapos, juguetes y cacharros de diversa índole, bajo al primer piso en busca de agua y me voy sintiendo mejor. Vuelvo a la cama pero no me acuesto. Me siento sobre el lecho y tomo un libro al azar: La arboleda perdida, de Rafael Alberti. Lo ojeo y lo dejo distraídamente sobre el escaño. Tomo el Neruda de Volodia Teitelboim. Repito la anterior operación. Luego una biografía de Marguerite Durás, una Antología poética de Nazim Hikmet, un libro de Christiane Barckausen sobre Tina Modotti y El libro de Bech de John Updike. Poco a poco me va cogiendo el sueño, me recuesto y sólo me doy cuenta que estoy vivo cuando Bertha me despierta exclamando: Son las 6! Minana llora y yo bajo a prepararle el biberón: cuatro cucharadas de leche “Klim”, dos de “Nestum” y agua hervida... El agua tibia y refrescante cae de la ducha limpiando no sólo mi cuerpo sino mi alma. Bertha trae a Minana. Le doy un baño rápido en medio de juegos, mimos y sonetos modernistas: porque es pura y es blanca y es graciosa y es leve, como un rayo de espuma que se cuaja en la nieve o como una paloma que se queda dormida... A Minana le causa risa el que yo me cepille los dientes ante el espejo. Nos vestimos. Bertha sirve el desayuno: chocolate en agua, pan tajado o galletas de soda con margarina. Bertha acaba de maquillarse y sale para la oficina. Minana me pide el bolígrafo y comienza a pintar garabatos sobre el rosado colchón que acabamos de estrenar hace apenas dos días. Después de todo, el general Santander no pasaba de ser un leguleyo sirvientero. Pero tengo el alma de nardo del árabe español. Y qué? La verdad es que a Joyce en aquel momento lo único que le interesaba era su libro en marcha y por eso trataba ávidamente de conocer griegos y judíos ---que no podían sospechar las remotas intenciones de su interlocutor al preguntarles y hacerles hablar---. Por lo demás, bebía, empeoraban sus ojos y dedicaba horas y horas a ensayar pequeñas modificaciones en una sola frase de aquel gran libro del cual su mujer sospechaba era una cochinada. Comentaba alguna vez John Dos Pasos que Hart Crane tenía un verdadero talento poético y una cierta honradez personal que no se encuentra a menudo entre los que se dedican a la literatura. Vamos, Anabel, todo eso es anécdota. Lo que importa al fin y al cabo es la obra literaria, el poema, el cuento, la novela. Lo demás es cháchara. Si, pero en fin, que el hombre y su obra son una misma cosa, que el estilo es el hombre, que bla bla bla, que patatín, que patatán. Pongámonos de acuerdo, Nicolás: la palabra encarna al hombre. Y el hombre... Sí, ya lo sé, el hombre es hombre por la palabra, el hombre es pensamiento-palabra, ya lo decía don Dámaso Alonso, y pelícano que se abre el pecho lo entrega como para una comunión. La mujer se rió en silencio, para sí misma, y volvió a mirar al espejo, de reojo. Se vio gozosa y joven, a sus 46 años, la cabellera como cascada inmóvil y las largas piernas deseantes, ávidas de envolverse ---serpiente de trigo--- entre las masas velludas de los muslos de su amante. Animula vagula blandula. No, nada de eso. Para entonces ni Anabel ni yo hablaremos de esas cosas. Ya no habrá más discusiones. Se acabaron para siempre las polémicas. Seremos nuestros. Evocaremos con memoria selectiva lo mejor de nuestras vidas, de nuestros hechos, de nuestros actos de amor. Lo puro y lo vital. Pero también los libros. Las vivencias bebidas en aquellos buenos días entre café y tragos de aguardiente, leyendo a Joyce, a Beckett, a Henry Miller, a Anaís Nin...Cuando yo le quitaba el libro de las manos para canturrearle algún rondel de León de Greiff: esta mujer es una urna llena de místico perfume, como Anabel como Ulalume, esta mujer es una urna... Y besitos en el aire. Besitos al aire. Besitos de aire. Nicolasito, hazme un té. Con cogñac? Como quieras. Y el juego y las caricias y los ojos cerrados y la cosa más seria: por favor, Anabel, cuando vaya a venirme no me guillotines bruscamente con la osamenta de tu pelvis, déjame venirme feliz, a mis anchas... No seas bobo, Nico, haré lo que me digas. Y le digo: el culo, el derriere, el rabo, el chirringongo, la cuca, la chócola, el pozo, la crica, el sapo, la canal, el poderoso, la pinga, la cotopla, el instrumento, la trola, la gargamantúa, la picha, el pito, la guasamayeta, el cíclope, la yuca. ¡Por Dios!, la inmadurez de la gente inteligente es un momento lamentable! A los 7 años quise ir a París tras las huellas de Minou Drouet. A los 13 tras las de Sartre y Camus. A los 15 quise imitar a los escritores de la “Generación Perdida”, a Joyce, Scott Fitzgerald, Hemingway, Ezra Pound. T.S. Eliot. A los 18 temblé de emoción cuando leí el Trópico de cáncer y Henry Miller fue el pontífice de mi religión literaria. De los 20 a los 45 años quise ser a un mismo tiempo Baudelaire, Beckett, Aragón, Eluard, Neruda, y más cercanamente, Luis Vidales, García Márquez y Vargas Llosa. A los 50 vuelvo atrás y no corrijo uno solo de mis signos y mis sueños. París y literatura son para mí la misma cosa: lo cercano y lo lejano, lo pasional y lo febril, la primavera, la vida, el otro lado de la estrella. Fácilmente te escucho: aunque muerdes, de lejos, la letanía del sueño, la fiera de tus ojos me acorraló arañándome, y por esa vibrante mirada se cuela el arroyo de tu música insomne o la catarata de tu voz rutilante. Por eso te escucho fácilmente: siento venirte en gotas de campanas y a mi diestra se siente un aroma de aguas. Heráclito bañándose dos veces en el mismo río. En este río que inventan mis palabras. Tenlo siempre presente, Anabel: antes de tenderme sobre tu cuerpo limpio, brilla en tu pecho la luz de mi sonrisa. Le coloco su ruana con caperuza, la cargo sobre mi lado izquierdo y cuelgo la pañalera sobre el hombro derecho. Luego salimos a recibir el frío húmedo y la neblina bogotana. En la esquina se desata un torrencial aguacero. Con no poca dificultad saltamos a un bus ejecutivo. Mientras pago y recibo las vueltas, la niña se golpea suavemente con el tubo de la agarradera. Llora un poco y balbucea: mam-má. El aguacero crece hasta borrar toda visión en los ventanales del vehículo. Cuando desciendo, el charco inunda mis zapatos y la lluvia cae sobre nuestros rostros. Sin embargo, no pierdo la serenidad y avanzo caminando a zancadas, eludiendo charcos y toreando automóviles, buses y motocicletas. Seis cuadras más adelante está el jardín infantil. Al fin llego, le estampo un beso a Minana y ésta ensaya con una manita a decirme: adieu. Enternecido y adolorido en hombros y brazos, vuelvo al torbellino acuoso de la ciudad. La misma duda, similar dilema, idéntica pregunta de José Kristián en Las puertas del infierno, de José Marxial en El muro y las palabras y de Tomasito Iglesias en El esplendor del silencio, se formula Nicolás Aédo en Ómphalos, cuando inquiere acerca del género de la obra que narra y/o protagoniza: Novela? Quizás no. O tal vez sí. Bueno, no: no es una novela. Sí: no nos mintamos. De todos modos, nunca el género había estado más cerca de sí mismo que en estos textos. En el norte de Bogotá, en los pantanos de Torca, Guaymaral, Suba y Usaquén, varias especies endémicas se extinguieron y las demás están en vía de extinción o amenazadas. Entre las primeras se pueden citar el zambullidor colombiano, cira, pato pico-de-oro y el atrapamoscas barbado; entre las amenazadas se encuentran, entre otras, guaquito, pato carraugo, pato turrio cariblanco, tingua de Bogotá, tingua moteada, focha, cucarachero de pantano, monja y chisga. Y además, veinte poemas de amor y una canción desesperada. Hace pocas semanas me apareció un absceso o forúnculo en el pecho, precisamente en el lugar, donde, supongo, está el corazón. Creció y se volvió una masa rojiza, doliente, asquerosa, hasta que le salió boca y comenzó a secretar sangre y pus. Al apretar el turupe sentía un dolor de los mil demonios. Un mes después, Minana apareció con el mismo forúnculo, debajo de la axila. Bertha y yo nos alarmamos. Cuando llegamos donde el médico ya se le había reventado. Lo que siguió fue el drama vivo de mi alma: con una cuchilla filuda, mientras una enfermera le sujetaba con fuerza los pequeños brazos y yo le sostenía las piernas, el médico le perforaba el absceso, en tanto que la niña daba gritos, sudaba a borbotones y me miraba con angustia. Me sentía tan adolorido y tan impotente que por momentos quería darle un puñetazo al médico, pero no. Sólo podía sufrir y esperar. Después de haber brotado abundante sangre y materia, el médico ordenó a gritos: llámenme a la Choncha, que traiga gasa, drenaje, “Isodine”, bisturí... voy a hacerle una pequeña cirugía... Mudo y como autómata, fui echado del consultorio. Cerré la puerta y el llanto de mi Minana comenzó a crecer, haciéndome sentir culpable. Por un instante, cerré los puños y los ojos y golpeé suavemente mi cabeza contra la pared mientras lloraba desesperado. Un cuarto de hora más tarde se abrió la puerta y el médico me invitó a pasar. Minana, bañada en sudor y con el cabello totalmente mojado, lloraba y me hacía pucheros. Casi no la podía ver a través de mis gruesas lágrimas. Bajo la axila, el drenaje, luego vendas y esparadrapos. Que tome cada seis horas, 5 centímetros de “Diclocil” y que vuelva pasado mañana. Y yo me quedé frío. Y tranquilo. El resto del día me la pasé mirando a la bebita, jugando con ella, contándole cuentos y rimándole juegos. Ella no volvió a sentir molestias y en ese momento yo no quería hacer otra cosa que vivir para Minana, para su consentimiento y para su alegría. A las pocas semanas me invitó a comer Xu Si-Gui, agregado cultural de la Embajada de la República Popular China y me brindó de aperitivo whisky en las rocas acompañado de maní salado. Luego, en el suntuoso comedor, me brindó langostinos con berenjenas y pimentón; unos fideos muy parecidos a las raíces chinas; arroz frito con huevo, zanahoria picada y alverjas; pollo en salsa, carne de res, rollos primaverales, todo ello rociado con vino de uvas. Al final nos sirvió un dulce de lichi, o sea, “ojo de dragón”, una fruta china aromada, parecida a la pomarrosa en el sabor, pero blanca y redonda como una cebolla. Para bajar la comida, nada mejor que el té de jazmín con caramelos de melodón, fruta cristalizada parecida al dulce de papayuelo. Ver mis palabras escritas sobre el papel me hace muy feliz, Anabel. A veces pasan meses y años en que repaso con mis ojos las mismas páginas y cada palabra, cada signo que forma palabras y frases, me hacen sentir la alucinación suprema de la alegría, y de pronto, como si me sintiera no merecedor de este júbilo íntimo se va colando por orejas, nuca y luego pecho y estómago, un demonio invisible, ardoroso y terrible, de malestar y angustia, de culpa e infelicidad, que me puede durar días, semanas, meses y hasta años. Nunca he podido racionalizar este extraño fenómeno, y en verdad, no me interesa. Sólo quiero que no vuelva a sucederme jamás. Es como si Dios (o un dios advenedizo) me estuviera pidiendo cuentas y de pronto me dijera: Bueno, joven cincuentón: durante treinta años le he regalado las herramientas de la felicidad, ahora haga méritos y devuélvamelas! Pero, en verdad, tú te imaginas a Dios en ese plan revanchista y de perdonavidas? Bueno, es algo espantoso y ahora no sé quién está dentro de mí: si Dios o el demonio, o ambos en empatada lucha. ¡Dios mío! ¡Gana Tú! Como Martí tengo dos patrias: la mía y la noche. Usted ve a esa exuberante mujer: qué cuerpo, qué ojos, qué piernas, qué halo de sensualidad! Levanta usted esa falda, la despoja de sus delicados calzoncitos y halla una vertical oquedad peluda que le puede producir placer. Un placer alto, grande, ancho, profundo e indescifrable. Entonces, señor-no-enamorado-y-sí- excitado, allí comienzan sus problemas. En menos de dos años fueron tántos los reveses y contratiempos que hube de soportar a causa de ese hábitat húmedo y velludo, que una vez salí a la carrera séptima y al ver tántos centenares de mujeres caminando por allí, apuntaba con el ojo el sitio del durazno y colocaba un papel imaginario que decía lacónicamente: “Problemas”. Uno de los mejores novelistas colombianos contemporáneos es García Márquez. No sonría: no estoy cayendo en el lugar común, aunque el lugar común para expresar una verdad, no importa. No me refiero a Gabriel, que es el mejor de todos indudablemente, sino a Eligio, su hermano menor, el hijo que yo tuve con mi madre, a quien los críticos no han analizado como se lo merece, pero quien ha escrito una novela titulada Para matar el tiempo, que es sencillamente hermosa y perfecta, territorio consumado donde la vida ocurre, el tiempo transcurre y el lenguaje recrea admirablemente vida, espacio y personas. Prueba, Nicolás, a hacer una novela tradicional, lineal, como las buenas, porque el experimento se puede quedar en eso, en simple experimento, en aborto, en probeta quemada, en menjurje chueco. Bien, bien. A veces, no lo niego, me llega la inspiración y el ángel de la palabra baja como un torrente lógico. Klaus: no imagino la expresión de estupor, de confusión, de irrealidad, que tendrá tu rostro cuando entres a la alcoba y la encuentres casi vacía, con señas inequívocas de que cumplí mi palabra y me fui. Y me fui para siempre, para no volverte a ver ni en retrato. No me imagino la furia confundida con dolor e impotencia, pero sí me imagino con absoluta facilidad, cómo, ya repuesto de la inicial sorpresa, a los treinta y ocho segundos, tu actitud de dejarte caer sobre la cama, abrir las piernas, colocar sobre los muslos los codos y tumbarte sobre las manos en gesto suplicante. Volverás a tener un brevísimo acceso de furia, incluso, podrás dar un puñetazo sobre el vidrio de la mesa de noche, o talvez no, solamente apretarás los dedos y tus ojos no alcanzarán a fijarse en ningún punto. Apretarás los dientes, morderás el aire y te levantarás de nuevo, o no harás nada de eso, sino que seguirás por largos minutos con la cara enmascarada entre tus dedos y posiblemente mascullarás palabras, dos o tres palabrejas y una que otra palabrota. Te conozco. Dirás algo así como: vieja perra inmunda o sencillamente balbucirás qué vaina carajo no seamos tan pendejos. Ahora sí te levantarás y buscarás un papel, una carta, algún mensaje, algún signo o símbolo que indique o explique mi conducta. Pero, susceptible racional, a lo mejor no buscarás nada sino que tendrás rápidamente el argumento lógico de mi partida. Tanto amenazó que al fin lo hizo. Ahora sí me jodí. Me jodí, carajo, para siempre. Pondrás los cinco dedos de tu diestra sobre el aparato telefónico, pero no acertarás a llamar a nadie. Quizás irás al bar y mirarás la botella de aguardiente recién comenzada o la de whisky barato aún sellada o la de vodka gringo en la botella plástica. Rabia, furia, dolor, nostalgia, confusión, acelere, serenidad o qué sé yo. Abres la de whisky porque has recordado que hace dos semanas el médico te encontró la presión alta: 180-110. Muy alta. Entonces a comer bajito de sal y a beber whisky con mucha agua. Más bien, al momento de servirte el trago, se te ocurre desconectar el teléfono y te pones a beber, copisolero, sin saber qué música colocar en la casetera o no oír nada. Mil pensamientos rápidos y confusos cruzarán tu mente en menos de una milésima de segundo, o en un segundo o en dos, tres, cuatro minutos: desde la expresión de mi rostro en muchas actitudes hasta la tarde en que nos conocimos, o el olor de mi pelo, o las carcajadas en las madrugadas, o el viaje a Venezuela o mis reglas inesperadas o tus invasiones sexuales en medio de bostezos y sonrisas con los ojos cerrados. O a lo mejor nada de eso ocupará tus pensamientos: tan solo los argumentos, pretextos, motivos o ángulos sensibles que hubiesen podido ocasionar mi determinación definitiva.O te ríes o lloras o pateas o vas a orinar mecánicamente o buscas una galleta de soda y después de untarle margarina te la llevas a la boca masticándola lentamente o recuerdas que me esculcabas el bolsillo de mi chaqueta de cuero mientras caminábamos bajo la lluvia, de noche, y sólo hallabas monedas de veinte y de cincuenta confundidas entre miguitas de galletas de dulce o cáscaras de maní. O recordarás aquella quebrada caprichosa, de tu poeta predilecto, adonde los aromas palpitantes treparon , y sentirás deseos de buscarme por toda la ciudad. O me odiarás con todas las fuerzas de tu alma, o sentirás una erección irracional, infernal, incontenible, permanente, que te hará desearme una vez más hasta masturbarte para salir del paso o ir hasta el baño para rociarte un poco de agua fría. O nada de eso. ¿Qué harás entonces? ¿Qué pensarás de mí exactamente? En la duermevela: una figura masculina color crema ---¿el rostro o la camisa?--- se sacude como ave mojada. Tu belleza sencilla, sin adornos, descuidada, tu mirada de niña otoñal, tu pelo negro, tu larga cola de caballo refulgente como rayos de sol oscuro, tu tranquilidad sensual cuando estás sentada detrás de la caja registradora, y tu histeria (hysterión: útero!), tu inquietud, tu eterno femenino sobre tus tacones que suenan música de sexo cuando caminas sobre las baldosas y mueves tu rostro intranquilo y tu pelo y tus ojos en un ir y venir de sensuales imanes de terrenales formas. Malcolm de Chazal (Isla Mauricio, 1902-1981): Un bello cuerpo de mujer es la mejor lamparilla de noche. Dormir acompañado vuelve la noche menos opaca. El otro día, escribe Blaise Cendrars, cumplí 60 años, y es únicamente hoy, cuando llego al final de esta historia, cuando comienzo a creer en mi vocación de escritor. Y remata Henry Miller, al comentar la anterior reflexión: poned eso en vuestra pipa y fumadlo, muchachos de 25, 30 y 40 años de edad que estáis constantemente sufriendo porque todavía no habéis logrado haceros una reputación. Sentíos contentos de estar todavía vivos, de estar viviendo todavía vuestra vida, todavía recogiendo experiencia, todavía gozando de los frutos amargos del aislamiento y el abandono. Y yo, poeta de Colombia, obsesionado con París, sumergido en la literatura, avasallado por la belleza de la mujer que amo! ¡Por Dios! Onnubilado por la sabiduría de Villón, Rabelais, Rousseau, Racine, Baudelaire, Víctor Hugo, Montaigne, Rimbaud, Verlaine, Balzac, Stendhal, Lautreaumont, Dujardin, Mallarmée, Voltaire, Proust, Gide, Valéry, Aragón, Barbusse, Bretón, Eluard, Desnós, Sartre, Beauvoir, Camus, Le Clézio, Durás, Yourcenar, Sarrazin, Sarraute, Claude Simon, Robbe-Grillet, Butor... Lo gratificante de este ombligo que estoy escribiendo consiste precisamente en escribirlo. Su verdadera historia es el placer de su escritura. Luna de hiel, película del perverso Polanski, basada en la novela Lunas de hiel de Pascal Bruckner, es la historia de Oscar, un inválido, mediocre escritor americano con tres novelas sin publicar, que busca vivir en París las experiencias de Henry Miller y de Hemingway. Vive su vida, hace su historia, rinde culto a la sexualidad y a la muerte. Ínfima es la palabra poética, única cuando no tiene lágrimas, bélica si se enfrenta a la víbora, tímida si te canta sonámbula. Zarpa barca en dulce tránsito, a tu porvenir explícito, en busca de un verde cántico o de un verso solemnísimo.Veo Niña bonita, de Louis Mallé, con Brooke Shield, en el papel de niña-prostituta de 12 años, en Nueva Orleáns, 1917 y Scott Joplin interpretando en el bar sus rags y un tango. Veo veo veo retazos de gentes colores colores colores, zapatos que caminan piernas faldas árboles trolleys oigo oigo oigo rags jazz blues versos astrólogos y desastrólogos huelo huelo huelo interiores de vírgenes y de sus madres aún primaverales siento siento siento pasos de animal grande acercarse a mi conciencia toco toco toco tu piel de masmelo de manzanas bebo y como y gusto un zumo de clítoris gélidos. A veces, Minana parece una energía de pequeños daños sucesivos: no le gusta que le ponga determinados calcetines o zapatos o camisa o faldas. Forma fenomenal bronca, llora, patalea y sabotea la buena intención y el buen genio. Al rechazar la postura de la media, patea sin querer la mesita donde se halla el vaso con Coca-Cola, riega el contenido encima de las cobijas, papeles, camisas, y de paso rompe la copa de vidrio. Por distracción tomo un libro amado, de páginas finas, o el álbum de fotografías familiares o el manuscrito de la novela y Minana estornuda dejando gotitas de rocío personal encima de esos objetos sagrados. Quiere a toda costa seguirme: al baño, al teléfono, a la cocina, al patio, y desde luego, a la calle. Tiene un genio endemoniado, pero lleno de talento. A veces me saca de quicio. En ocasiones extremas, le doy tres palmadas en la mano, que la hacen llorar más por despecho que por dolor. Pero la amo, Dios mío, la adoro. El señor es mi pastor, nada me faltará. Acaso cada dolor físico parece ser el peor: tengo un barro ciego en el bajo vientre que en un principio parecía una inofensiva picada de pulga. Con los días crece el brote, pica y duele. A la semana, un atolón rojo de tres centímetros de diámetro atormenta mis días y mis noches. Con un alfiler ardiente me punzo y sale abundante materia: al apretar el brote, el dolor se agudiza hasta las lágrimas. Así, dos, tres, cuatro, cinco días más. No puedo reir ni toser ni dormir. El dolor es exacto al derivado de una atroz puñalada. Acudo a todos los médicos improvisados del camino: que paños de agua caliente con sulfato de magnesia, que pomada “Fucidín”, que antibióticos por vía oral, que inyecciones de “Bencetazil”, que aguas de Silicea... Consumo todo y cada vez peor. Desequilibran mi rutina de manera total. Cada curación es un martirio, una tortura infernal, la inquisición vivita y coleando en mi pobre corporeidad. Al fin me alivio. ¡Aleluya! Me curo. La cicatriz me importa un bledo. Todo lo demás me importa un pito y me seguiría importando eso sino fuera porque dos semanas después, me nace un brote similar en el pecho, lo que obliga a repetir el martirio para después volverse a repetir varias veces, como en un círculo de navajas ardientes que te hace infeliz y desdichado hasta la depresión, hasta el descenso a los infiernos, hasta la más triste locura. Todo el año 1980 vi el aire gris y negro, sin erotismo ni sexualidad, como si una araña de espadas me castrara los sueños. En el 85 perdí la fe en la fuerza de la mente: me dije: son simples lucecillas fugaces de lucidez. En el 94 perdí las ganas de vivir: nada tenía gracia, súbitamente nada tenía importancia. Sombras efímeras, pero intensas. Pero fugaces. No temas, amigo. Era tanta la obsesión y la repulsión por el ruido del teléfono, que me sobresaltaba a medianoche, cuando de pronto sonaba el inmundo timbre. Decidí desconectarlo en las noches. Una mañana, luego de una extensa vigilia de lecturas y meditaciones más o menos tranquilas, me despertó el timbre telefónico. Me levanté confundido y me tranquilicé cuando dejó de sonar. No supe jamás, en verdad, si había sido sueño o realidad.Ahora, acosado por deudas infinitas, por ruidos imprudentes, por permanentes batallas familiares y trastornos callejeros, acosado por fantasmas malignos, escribo. Escribo para no declararme vencido, para no morir. Con la salud mental en el abismo y la salud física en el asfalto, escribo. Rodeado de demonios y nostalgias, fracasado en mil luchas, indignado y frustrado, agónico y a orillas de la angustia, escribo. Sólo eso, escribo. Ya te lo he dicho, Anabel. Ya lo sabes, Bertha. Ya lo sabrás, Minana: durante 20, 25, 30 años, he tenido que cargar a mis espaldas el pesado bulto de huevos podridos de la mediocridad. Y todo por la pasión ¿y por qué no? por la belleza rara, por el revés de la moneda. Por donde quiera que voy, que veo, que leo, encuentro sabiduría, pensamientos espeluznantes. Hé ahí la verdad. Pero todo ello al lado de un mundo que se desmorona, que se desbarata, que se sumerge entre el egoísmo y la violencia. La palabra, el signo, la escritura, el lenguaje, la voz, el chillido, el alarido, el monosílabo, el susurro, el murmullo, la ventana al aullido, la antorcha del sonido, el ruido, el son, el verso, la estructura sonora, el grabado, la vida. Al emprender esta aventura narrativa, la más ambiciosa de mi vida, tengo la edad de Don Quijote: 50 años y algunos libros publicados, sin éxito. Como quien dice: estoy empezando de nuevo, como si tuviera 20 años y ningún libro escrito. Me he casado tres veces. Tengo dos hijos: Rodrigo, mayor de edad, y Minana, de un lustro escaso. Las dádivas y las cucharas con que alimentamos el presente, secarán nuestras lágrimas cuando el hoy sea nostalgia. Un año antes de mi nacimiento yo morí en un campo de concentración. No puedo precisar si era un prisionero ---En Auschwitz, Buchenwald, Treblinka---, un judío, un soldado, un enfermero, un hombre, un niño... Al morir entré en el joven cuerpo de este señor que ahora escribe prosas y versos y que de cuando en cuando escudriña a ese ser que yo fui antes de esta dimensión en que ahora vivo. Yo estoy seguro que antes habité algún lugar de Europa entre la guerra. Fraulein me es familiar. Kreitzler también. Los documentales alemanes me conmueven, siento a la vez terror y regocijo, alegría y nostalgia, conmoción más allá de lo común. Sin embargo, en la primavera de 1989 yo estuve en Alemania, visité diez ciudades, conversé, sentí y olí y bebí entre sus campiñas y sus gentes, moré en la casa del antiguo führer de Turingia y nada vi y nada comprobé. No estoy, pues, tan seguro, amigos míos, de una vida anterior en esos aires. ¿Sería en Polonia? ¿En la antigua Bohemia? ¿En Lídice por ventura? ¿En Austria? ¿En la Hungría de entreguerras? ¿En Lituania quizás? ¿En Estonia, Letonia o Bielorrusia? Porque más allá, hacia el Oriente, no veo ni siento ese demonio dulce que desgarra mi alma. Dos veces estuve en la Rusia del zar y en la URSS de Lenin y no presentí ninguna ánima perdida. Talvez yo era tan solo un pasaje musical en Bela Bartok o un allegro de Berg o un remedio en una clínica de Leipzig o un pedazo de noche en Bratislava o una frase quemada de Kafka o una astilla del muelle de Danzing, no sé, pero el gusano fluye, el aleteo de aquella dimensión sacude el sueño y no tengo respuestas ni delirios. Descifrarte, Nuria: hé ahí el desafío de la luz cuando no estás frente a mí. Veo cine como cuando tenía 15 ó 16 años. Cines de hoy, de ayer, de antier. He vuelto a admirar el cine de mi remota adolescencia. He revisitado 30 años después, las buenas películas de aquel tiempo febril de mi educación sentimental, de mi bautizo intelectual. Algunas, cuyo títulos y temáticas conocidos de oídas, las vi por vez primera. Pero, sin salir de mi buhardilla, desde un pequeño aparato de televisión, atrincherado, sábados, domingos y lunes festivos, he visto La venganza, El estafador, La dolce vita, La caída de un ídolo (con Humphrey Bogart), Crónica de una muerte anunciada, El eclipse, Antonieta (de Carlos Saura, un perfil de José Vasconcelos), Los amantes de Montparnasse (con Gerard Phillipe, Lilly Palmer y Anouk Aimée, sobre Modigliani), películas de Fellini y Antonioni, todo Charlot, además de El gran dictador, Monseiur Verdoux, Candilejas y Un rey en Nueva York, la “Nouvelle Vogue” francesa, los primeros ángeles de luciferina luz de mis primeros poemas solitarios. ¡Felices años! ¡Feliz fecundidad secreta! En aquel tiempo ya había superado el despecho producido por la brusca separación de Anita Izquierdo. El trabajo en una revista de pasatiempos y una cátedra en el colegio del barrio, distrajeron mi atención durante largas semanas. La realidad debió ser afrontada con los nervios templados, cuando me enteré que Ana se había enamorado de Pablo Olmos, un ingeniero electrónico que nada tenía que ver con las aficiones poéticas de ella. En fin, una vez más, la vida se me llenaba de paradojas gratuitas y antojadizas. No tardé, sin embargo, en enterarme que por aquellos lares algo fallaba: Pablo vivía obsesionado por una amiguita de la adolescencia que jamás le había dejado la mente tranquila: la dulce e hipersensible Rita Lemos, quien cursaba el tercer semestre de Biología. Rita le había inspirado atroces acrósticos al apuesto ingeniero, a pesar de saber éste que la obsesión de su musa era Basilio Ortiz, un delgado y pálido sociólogo a quien adoraba con pasión irracional. Pero yo no estaría contando esta historia si no fuera porque la dramática y, por qué no, divertida realidad final consistía en que Basilio no correspondía a los desvelos de Rita, pues desde los primeros tiempos de mi matrimonio, el joven intelectual vivía enamorado de mi mujer, Anita Izquierdo, tan querida por todos, especialmente por él y por mí. A los 15 sentí un soplo vital inusitado: me enamoré por primera vez, de verdad, con invasión de ángeles y con incendio de ánimas diabólicas. Adrianarrubia se me prendió en la piel del alma, desde que su rostro de sirena dorada abrió una puerta y de ella salieron sus ojos a dominar mi vida de niño asustado y trémulo. Adrianarrubia me hizo escribir sentidos poemas de amor secreto durante dos años. Pasaba las noches desvelado frente a su ventana, a ver si descubría su rostro, sus cabellos rubios, sus ojos azabaches, su sonrisa de rosa en flor. Tenía 13 años y una alegría caribe que cabía en su cuerpo pequeño y robusto. Entretanto, tímido y congelado ante su imagen permanente, escribía como alucinado en esos años locos en los que la única vez que le dirigí la palabra fue en un baile de quinceañeras. Danzamos tímidamente mirando el piso, ella disfrazada de “Alegría” y yo de fakir. Al final le dije: gracias, Adrianarrubia, y ella sonrió con las mejillas encendidas. De su disfraz de tiras de colores de donde colgaban cascabeles plateados, se desprendió uno; yo me agaché, lo tomé con devoción y lo guardé. Ella salió riendo y corriendo a refugiarse entre sus compañeras del colegio gringo donde estudiaba. Semanas después viajó con su familia al exterior y nunca más la volví a ver. Minana está apegada a mí. Me acosa. Cuando voy a salir de la habitación, se me cuelga de las piernas. Llora, patelea, protesta. Está grande, fuerte, pesada. A veces, cuando la cargo, tengo que cargar también el morral con sus implementos. Afuera, el sol de Bogotá ---a 2.600 metros de altura sobre el nivel del mar, asentada sobre la Cordillera de los Andes, quien lo creyera!---, asciende a temperaturas mayores a los 30 grados, como en Santa Marta, La Habana, Niza o Colón. Y con Minana cargada. A mis 50 años. Con todo un pasado de glotonería, alcoholismo y tabaquismo. Siento que las fosas nasales se me tapan y que el pecho se revienta buscando el aire. No importa, me digo para darme ánimos, quiere decir que estoy volviendo a empezar, que estoy volviendo a vivir. Quien no ha tenido hijos, afirmó alguna vez Henry Miller, no ha vivido. Memorias de Whita el Cojo. Un espantoso cucarrón clava sus garras en la caja ósea y allí se queda. Duele de veras con dolor de hoyo negro, el corazón. El cuerpo está todo invadido por el humo herrumbroso de un demonio gris. El alma está ausente, está llena de ánsia y de sangre borrada y espesa y resurrecta. Quiero ahora yo todo romperte tu alma con una guitarra y el cráneo con un caracol. Y el cuerpo azotarlo con látigos ciegos y el corazón triturarlo con zarpas y espinas. Estoy lleno de lodo y cerillas incendiándome. Estoy a punto de carbonizarme y de morder la esponja de la cólera. Voy a darle el más duro y certero puntapié al fastidioso fardo que tengo ante mí. Estoy embriagado de tenazas de cancro y petróleo espeso y de ácido sulfúrico y deseo con todas las energías de mi entendimiento estrangular la gelatina de tu cuello-almohada-de-vampiro, arañar la geografía inhóspita de tu pecho y con el pulpo de mis dedos volver obra de arte el pellizco, vomitar cataratas de lava de enojo en tu rostro, cerrar el puño con todas mis fuerzas en el racimo negro de tu borrascoso cabello y luego arrojarte al silencio trigélido del mar sin orillas del limbo. Alvar Aalto, Alicia Alonso, Aitana Alberti, Angel Augier, Adriana Alfaro, Arturo Alape, Aurora Arciniegas, Bela Bartok, Brigitte Bardot, Bertold Brecht, Belisario Betancur, Bjornstjerne Bjornson, Cristóbal Colón, Cassius Clay, Charles Chaplin, Diana Dors, Edward Elgar, Evgueni Evtushenko, Federico Fellini, Frantz Fanon, Frank Fernández, Farrah Fawcett, Greta Garbo, Glenn Gould, George Gershwin, Gloria Gaitán, Galileo Galilei, Giuseppe Garibaldi, Graham Greene, Günter Grass, Gloria Galindo, Heinrich Heine, Hermann Hesse, Hubert Humphrey, Ion Illescu, James Joyce, Leopoldo Lugones, Louise Lane, Lina Luna, Lucho Langer, Modesto Mussorgsky, Mario Moreno, Miguel Matamoros, Marylin Monroe, Maurice Maeterlinck, Manuel Marulanda, Margarita Márquez, Naín Nómez, Ovidio Oudjian, Oona O’Neill, Pablo Picasso, Poncio Pilatos, Romain Rolland, Ramón Ropaín, Simone Signoret, Susan Sontang, Susana Siabatto, Tristán Tzará, Torcuato Tasso, Uldarico Urrutia, William Wordsworth, Walt Whitman, Xenia Xirau, Yei Yepes, Zulema Zapata. Sueño: por ese camino de cuatro patas terminan pulverizándose nuestros sueños. ¡Salud! ¡Suerte!, en rumano: ¡Noroc! RCA Víctor Ricardo Corazón de León Felipe de Borbón, el mejor whisky! He vuelto a Santa Marta y esta vez me he instalado por completo en el territorio de la nostalgia. Me acompaña una legión de poetas venerados y queridos. En la mañana coloqué una ofrenda floral a los pies del Libertador Simón Bolívar en el Altar de la Patria. Desfilando con mis colegas en medio de honores militares, lloré. La nostalgia se convirtió en historia recreada y repetida: viene a la mente la instantánea de la foto de mi padre en 1949, colocando una ofrenda floral en el mismo santuario y con los mismos honores. En el club social, dentro de un salón circular de cristales velados, con aire acondicionado, tengo frente a mí la bahía más hermosa del mundo, El Morro, Punta Betín, Taganguilla, El Ancón... y El Contemplado de Salinas regalándonos su oleaje sempiterno. Más adelante, me separo de los poetas y me quedo solo, en la calle Santa Rita. Son las dos de la tarde. Camino despaciosamente por los callejones y los laberintos de la nostalgia: como es domingo, no hay gente en las calles, y me doy el lujo de detenerme en cada sitio y meditar, y mirar de nuevo los sardineles, los portales, las paredillas, las lagartijas en los solares, las ventanas sin vidrios, las tiendas de los chinos, las sombras de los primos ausentes, de los parientes muertos. La calle Grande: fantasmas de bisabuelos vivos y muertos, sonrisas y alegrías detenidas en el recuerdo, ahora perdido, destruído, lleno de maleza, podredumbre y silencio. En el Cementerio de San Miguel me inclino reverente ante la tumba de mi padre y de mis mayores y coloco doce claveles rojos. La tumba está rodeada de agua, debido al diluvio de la noche anterior. Recorro los diversos mausoleos donde voy encontrando ---sorpresa tras sorpresa--- a mis remotos abuelos. A veces leo en las lápidas pequeñas historias rutilantes: “Rosario: muerta a los 24 años, al dar a la luz el fruto que hoy sirve de consuelo a su familia y a quien esto suscribe: Miguel”. Al caer la tarde, me siento a contemplar infinitamente la bahía. Y allí, como siempre, el mar, El Contemplado, el misterioso, el-siempre-recomenzado de Valéry, el soberano, el sempiterno, el sapientísimo. En 1994 he visto Los círculos del poder, Stalin, un konsomol proyectista de cine, y la nieve azul como vodka congelado; Chaplin, de Richard Atteroubourg, y el condenado maccarthysmo; Culpable por sospecha, el inmundo maccarthysmo; La lista de Schlinder, la opus magnum, bella y patética, de Spielberg. En el momento de escribir esta novela --o antinovela o contranovela o paranovela--- soy un hombre de mediana edad. Mi vida literaria ha sido poco exitosa. Mi nombre es sólo conocido en pequeños círculos y mi fama, si es que así puede llamarse a lo que poseo, es de poeta regular, mejor narrador y fecundo gacetillero. He publicado cinco libros de poesía, tres novelas, un libro de viajes, una selección de ensayos y artículos y una obrita de teatro. Ninguno de esos tomos ha tenido éxito y sólo poetas populares y reseñadores generosos se acercan a mí con afecto. Si lo que estoy escribiendo no me saca adelante, entonces estaré bien jodido, pero la verdad es que me importa tres pitos. Su título provisional es Ómphalos, que significa ombligo, “el ombligo de una gestación cultural”, según José María Valverde, hablando del Ulises de Joyce. O si no que lo diga el ornitólogo Johann Matheus Bechstein, quien resolvió en el siglo XVIII, un gran enigma: la clave del canto del ruiseñor. Dice así: tiuu, tiuu, tiuu, tiuu, spe, tiu, scuá, tío, tío, tío, tío, tío, tix, qutío, qutío, qutío, qutío, tscuó, tscuó, tscuó, tscuó, tsuí, tsuí, tsuí, tsuí, tsuí, tsuí, tsuí, tsuí, tsuí, tsí, cuorror tiú scuá pipicuisi, tsotsotsotso, zozozozozozozozozo, tsisisi, tsisisisisisisi, tsorre, tsorre, tsorre, tsorre, n, tsatn, tsatn, tsatn, tsatn, tsatn, tsatn, tsatn, tsi, dlo, dlo, dlo, dlo, dlo, dlo, dlo, cuío tr rrrrrrrr itz luí luí luí luí ly ly ly li li li li cuío didl li lulily, ja guirr, guirr, cuípío, cuí cuí cuí cuí, ki ki ki ki, gui gui gui gui, gol gol gol gol guía, jadadoy, cuígui jorr ja día diadilsi, jetsetsetsetsetsetsetsetsetsetsetsetsetsetsetse, cuarrjotsejoy, cuía cuía cuía cuía cuía cuía ti, ki kiki yo yo yo yoyoyo ki, luí ly li le la lo did io cuía jigay, gay, gay, gay, gay, gaygaygaygay, cuíor, tsiotsío pi! No sé exactamente cuál es el límite entre la realidad y la ficción, pues cuando era joven solía escribir poemas y cuentos donde los finales tenían que ser forzosamente felices, en contraposición a mi realidad que era casi siempre desdichada. Si estaba enamorado, la mayor parte de las veces de manera ideal, platónica, de una mujer de rostro y estirpe boticcelianas, o sea inalcanzable, esta mujer se convertía automáticamente en la protagonista de mi historia. Yo, el lógico héroe, la conquistaba, ella me sonreía, me aceptaba y éramos eternamente felices. La cruda cotidianidad me abofeteaba demostrándome todo lo contrario. Entonces, en los textos que escribí durante la primera juventud, hacía otra cosa: colocaba a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos, en situaciones desventajosas, a ver si en la realidad éramos dichosos. Pero todo seguía una rutina normal. Ni lo uno ni lo otro. Felices e infelices como es la vida misma, atesorando cada momento con una intensidad inusitada. Ahora mismo no sé cómo colocar a mis seres queridos en esta novela. Temo que si los hago felices, sean infelices en la realidad. Y viceversa? Sería lo deseable, pero no siempre es así. Entonces he optado por reinventar la vida con palabras y recrear la historia con esas vidas. O revolver sueños con vivencias, palabras con melodías, signos con alegorías, etc. En mi realidad, lo absurdo es definitivamente lo lógico. Soy colombiano. Minana ha cumplido dos años. A veces se torna absolutamente insoportable. En un solo minuto patea el vaso de kumis, mientras me lesiona el pecho con el codo cónico. Mientras le nacen los dientes inferiores, babea constantemente, y al mismo tiempo que humedece con saliva mi hermosa edición en papel biblia de las Narraciones completas de Poe publicada por Aguilar, unta de mantequilla mis pantalones nuevos color crema. Acompaña la Coca-Cola con arroz y la sopa de pollo con arequipe. Arremete físicamente con manos, pies y cabeza contra mi deliciosa comodidad de lector, de escritor o de durmiente. Y cuando salgo con ella a la calle demuestra ser experta en presentar espectáculos de llanto con arrojadas al piso, que mueven a la espontánea y súbita aparición colectiva de mamás, sicólogos, pedagogos y pediatras de pacotilla. A veces, sin embargo, el diablito se torna ángel de azúcar. Y las cosas cambian. Pero en verdad es que ángel o diablo, adoro a Minana. Como adoro a Rodrigo. Por ellos he vuelto a escribir. Es decir, por ellos he tomado la decisión de ser escritor, nada más que escritor, y por esta razón es que me hallo frente a la máquina de escribir --muy vieja y gastada, por cierto, una “Royal” con más de 50 años--, escribiendo mi primera novela grande, ancha, total, este ombligo irracional que me acompañará por siempre jamás. Ondean pabellones con tu nombre en las esquinas de mi pensamiento. Tus ojos riegan la luz, la que arrebatas al corazón oscuro del que amas. Hablas y tu melodía acaricia orbes fálicos. La dirección de la luz no siempre va hacia la misma luz. Jacqueline fue mi primer amor, en Santa Marta, a los 9 años. Era rosada, con la carita redonda y los ojos verdes, grandes, como de gatopardo feliz. Un capul vinotinto le cubría la frente. Su voz era gruesa y hablaba con lentitud, reafirmando cada sílaba, vocalizando cuidadosamente. De su mano de niña fui a conocer el mar. Cuando regresé a Bogotá mi corazón latía en las noches, cuando mi hermano mayor apagaba la luz y yo me quedaba añorando el rostro de Jacqueline con el telón de fondo de la bahía vesperal. En las vacaciones siguientes la volví a ver y recuerdo que el corazón palpitaba con angustia cuando su hilera de dientes blancos y perfectos y su mirada felina buscaban mi rostro angustiado y al mismo tiempo feliz. Sólo la volví a ver en el sueño, 30 años más tarde, pero en un sueño de pesadilla, viéndola sin rostro ascender de mi mano por una escala de oro. Dos días después supe que el marido la había asesinado, en aquel preciso instante del extraño y premonitorio sueño. Palabra, danza detenida, vuelo inmóvil, de pronto ---así callada, valiente, casi alada---, gira febricitante o levanta su vuelo, para salpicar de estrellas nuestros orbes. Recordando a Truman Capote: a pesar de todo, mi espíritu se regocijaba siempre que sentía en mi bolsillo la llave de aquel apartamento; cierto, era lóbrego, pero no dejaba de ser mi casa, la primera, y allí estaban mis libros y los jarros llenos de lapiceros romos, esperando que alguien los afilara; en mi opinión, todo cuanto necesitaba para convertirme en el escritor que deseaba ser. Cuando Minana cumplió 2 años de edad le escribí a manera de divertimento unos versos en que alternaba la estructura tradicional y la libertad total: Oh Minana, pequeño sol bebido, voz de la rosa que me da su ala: eres un festival que se me instala en la mitad del corazón rendido. Niña --mi niña---, estás hecha de arcoiris y guitarras, pero también de surtidores y manzanas, como si de pronto se hubiera abierto el telón de la mañana y aparecieran ángeles y ruiseñores. ¡Cuánta fragancia de pétalos! ¡Cuántas alondras cargadas de estrellas! ¡Cuántas constelaciones columpiándose! Las arterias del mundo se han estremecido. Potencias ardorosas han abierto la tierra, porque una rosa nueva al rosal le ha nacido y mis ojos han visto sin par la primavera. Ahora me llamas, me sonríes. Juegas conmigo. Golpeas mi esperanza. Me regalas toneladas de futuro. Cada sílaba tuya es piel de mis palabras. Un gesto tuyo, una sola mirada, inaugura el asombro. El roce de tu risa es el instante en que el poema nace. Y yo te nombro y mi boca se llena de alegría. Llegas al mundo, a esta agridulce dimensión, y al mirarla le agregas más belleza. Tánta, mi niña, que a todo lo hermoso yo quisiera llamarlo así, Minana. Catarata de júbilos, caricia de la espuma, paz de los oleajes, sueño de pan fresco, pedacito de Dios, río matinal, campana tibia, rapsodia de las uvas, mi pequeña Minana, buenos días: mi corazón navega en tu sonrisa. Oh Minana, mi júbilo, mi fiesta, a tu paso el imperio se destruye. Al ángel de la vida abres la puerta mientras la sombra de la noche huye. Llego a Pasto, al sur de Colombia, en un avión fokker que nos permite redescubrir la patria andina, verde, azul y café, como para un sueño de felicidad. Entre tragos de whisky barato, la ciudad me recibe con una sonrisa tricolor. El volcán Galeras se cubre con una manta blanca y yo me nutro de su frescura solar. Cerca del Ecuador, escucho sus entrañables ritmos musicales, nostalgia entre lucecillas sombrías y copas rotas. El acento de sus gentes, sus gestos, su dimensión intimista, son las huellas digitales que sellan cada instante el corazón. Una mujer morena y pequeña, americana como el aire andino, con la cabellera azabache que fluye a sus espaldas, con las piernas velludas, sonríe. Bebo café en un parador y veo caer la tarde entre ritmos nariñenses y ecuatorianos. Gentes vienen y van. Un hombre de unos 65 años, alto, delgado, con el pelo cano peinado hacia atrás, sonríe mostrando dos hileras de dientes blancos, perfectos y el rostro se le llena de arrugas. Soy intelectual y cacorro, dice tendiéndome la mano. Me quedo frío. El hombre se enfrasca en la lectura del periódico. Pregunto a un poeta de Quito por el maestro Pedro Jorge Vera, el autor de Los animales puros. Me dice que está un poco delicado de salud. Le comento que su libro Gracias a la vida es interesante y divertido. Sí, claro, cómo no, me responde. Lo llaman Gracias a la bebida. En las aceras de las calles hay múltiples puestos de ventas de pastelitos “aplanchados”, de flautas, quenas y capadores, y toda clase de artesanías. En un puesto móvil, con luz eléctrica, fritan papas y tajadas de plátano y se laminan documentos. Se oye un murmullo de monosílabos en español. La india de trenza que descansa en la esquina me mira como un sol de estrellas negras. En un texto sobre la soledad comunicante, Mario Benedetti se refiere a las breves y personalísimas respuestas de cuatrocientos escritores a la pregunta de cajón: ¿Por qué escribe?, a la cual contestaron en veintiocho lenguas los más famosos autores vivos de ochenta países. Realmente son pocas las respuestas luminosas (o ingeniosas) y muchas las tonterías (o mamaderas de gallo) allí expuestas. Benedetti transcribe gran cantidad de frases que reflejan de una u otra manera la personalidad de cada autor. Hay, pues, respuestas lacónicas y sinceras, frías, profundas, filosóficas, humorísticas, tontas y novedosas, pero ninguna a mi parecer con ésta del novelista paraguayo Augusto Roa Bastos: escribo para evitar que al miedo de la muerte se agregue el miedo a la vida. Beckett, ese genio singular del siglo XX, dice que escribe porque sólo sirve para eso. Milan Kundera, por el placer de contradecir y por la felicidad de estar solo contra todos. Por su parte, Onetti, que años atrás había afirmado que escribir era su vicio, su pasión y su desgracia, declaró que hacía literatura porque es un acto amoroso que le producía placer. Henri Michaux afirmó que escribía para que lo real se vuelva inofensivo. Y William Faulkner simplemente para ganarse la vida. Y complementa Benedetti: el impulso que lleva al escritor a revelar su secreto forma parte de su oficio, que es comunicar. Es común que el artista, tras un descubrimiento que ha efectuado a solas, quiera de inmediato comunicarlo, así sea oralmente. No importa a cuántos. A alguien. En ese instante no piensa que puedan quitarle un tema, copiarle un desarrollo. El arte es generoso, pródigo, dador y la verdad es que el secreto del escritor sólo adquiere un sentido cuando se hace público. Al margen de esta encuesta ---que fue publicada en el periódico Liberatión de París, en mayo de 1985--- recuerdo que alguna vez se le preguntó a Julio Cortázar por qué había escrito Rayuela y el gran cronopio respondió: porque no podía bailarla ni cantarla ni escupirla. Con lo cual no dijo nada, pero también dijo todo. El oficio de escribir es ante todo pasión, más que vocación. Un hombre puede haber escrito un verso inmortal, lleno de palabras bellas, creando lugares maravillosos contra los comunes, sin haber tenido vocación literaria y sin haber vuelto a escribir en su vida; el hecho es, como decía Henry Miller, tener siempre dispuestas las antenas para detectar la palabra luminosa, la imagen cautivadora. Hay escritores que publican centenares de volúmenes sin que una sola de sus frases pueda ser deleitable o memorable. Otros como San Juan de la Cruz, Rimbaud, Silva, Aurelio Arturo o Rulfo, con unas pocas páginas dan más luz que un mediodía estival. Lo hermoso y apasionante de la literatura es su misterio. No existe por fortuna hasta ahora, una norma que indique por qué una obra literaria es inmortal ni por qué el que la produjo la hizo posible. Uno trata de remedarse a través de la palabra, pero no sabe si es por sacarse la muerte. Por eso, la inspiración o el motivo de una obra perdurable también tiene derecho a que se le ame. De ahí que yo ame tanto a Beatriz, a Laura, a Anna Karenina, a Anaís Nin, a Anabel, a Susana San Juan, a Remedios la Bella, a los ojos de Elsa, a Matilde, a Molly Bloom, a Yoli, a Gladys y a Minana. He construído el río. Soy el río. Vivo. Soy la memoria del río. Soy memoria del río. Soy. He inventado el río. He modelado el río. Fluyo. He movilizado el río. He movido el río. He secado el río. He destruído el río. Duro. He disecado el río. He secado el río. He borrado el río. Muero. Y resucito. A los 13 años me enamoré, o eso creí, de Aída. Ella tenía 15 años. En aquel tiempo terminaba el bachillerato en el Colegio de la Asunción ---sweter rojo, blusa blanca, falda gris con cuadritos negros--- y yo apenas lo iniciaba. Era sensual y menuda. Su acento andino me cautivaba. Sus ojos almendrados me hipnotizaban. Sus pequeñas pecas eran una invitación a besar sus mejillas, pero nunca lo hice. Era amor y temor a la vez. La imposibilidad de su amor estaba sólo en mi mente. Ella me amaba, pero también a Camilo, mi único amigo y compañero del colegio. Me miraba con afecto caritativo y yo la idealizaba día y noche sin poder expresarlo en palabras o gestos. Su aliento a fresas y sus ojos dulces y pícaros me hicieron pensar alguna vez en suicidarme por amor. 3-En-Uno: Brilla metal. Gruír es el grito de las grullas. No podía concentrarme en la oración, pues cada vez que rezaba, imaginaba cada palabra escrita de manera simultánea, por ejemplo: Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, en letras cursivas, pero si al momento de decir Gloria, la G no la escribía mentalmente con pulso firme sino que había que repisarla, entonces tenía que repetir la palabra... Hace 20 años, aproximadamente, comencé a escribir un diario, una minuciosa anotación del vivir, del soñar, del sentir, del revelar. Bueno, no tan minuciosa, pero sí con lo primordial. Siempre he pensado que ha sido el arma más perfecta que me otorgó mi Creador para defenderme de la depresión y de la desesperanza. A veces me ha parecido tan perfecto, tan hermoso, tan hechicero, que tánta felicidad me ha dado miedo. En fin, mi ilusión siempre ha sido sublimada por la colocación de letras y palabras ---¡tan amadas!---, en esos papeles secretos. De pronto, coincidencialmente, a los pocos días de haber sido intervenido quirúrgicamente de una hernia umbilical, comencé a sentirme deprimido. La depresión fue in crescendo, a tal punto que mi diario comenzó a negarme la alegría de vivir. Comencé a experimentar complejos de culpa y angustia por haber sentido felicidad. Las palabras y las letras ---¡tan hermosas!--- que plasmaba sobre el diario se convertían en un demonio interior que se me colaba por el tubo digestivo, por mi esófago, mi garganta, las arterias, hasta llegar al alma y convertirse allí en una presencia que producía horror, pavor y sudor frío, miedo de Dios y pánico de todo, Quizás, pensaba, ese diario era un monumento a mi ego que complacía cotidianamente mi vanidad; su constante ojeada para su relectura gozosa me hinchaba de júbilo y siempre pensaba con piedad en los amigos y conocidos que vivían tristes y desconsolados ante la vida, y que no tenían esta arma secreta tan perfecta y tan esperanzadora. Sentía que Dios, un dios extraño en ese momento, en esos días, en esos largos meses, podría estar molesto por tánto culto a mi propia personalidad y que podría haber una discreta sugerencia de destruirlo. Pensar en quemar mi diario o en no quemarlo, producía ardorosas llagas en mi interior y no sabía qué hacer, qué determinación tomar. Pero si Dios mismo era quien me había dotado de ese premio años atrás! Sí, pero recuerda aquello de que Dios me lo dió, Dios me lo quitó. Bendito sea el nombre del Señor! Un misticismo rarísimo se había apoderado de mí y me había tenido durante largos meses al borde de la locura con sus hórridos abismos ulcerados. Tenía yo dentro de mí un mandato divino o una culpa ancestral o un gusano diabólico, asumiendo a todos los hombres que han sentido miedo de Dios desde el hombrecillo de las cavernas hasta el monje trapense del Medioevo. Ya no era sólo el pensar en mi diario lo que me hacía infeliz, sino todo lo que siempre me había producido el goce de existir: las letras escritas, el signario de mis emociones, la síntesis de mis publicaciones, mis colecciones de textos en prosa y en verso, mis sueños de viajero, mis álbumes de fotografías, mis botellas de ron “Pampero” y de aguardiente “Néctar”. Por eso escribo esta novela, para desterrar los demonios y poder respirar a mis anchas con mis ángeles jubilosos. El que no salta a defender públicamente lo justo, no ataca la infamia, no escribe sobre lo que realmente le da la gana, piensa y siente, o es un cobarde o es un cómodo. De todas maneras, es un cobarde. Minana, dormida, me da pataditas en la cara; despierta, riega la gaseosa “Colombiana” en las cobijas, llena de migas de pan la cama, unta de arequipe y gelatina mis libros, estornuda sobre las hojas blancas, llora, gime, aúlla y de pronto se ríe a carcajadas. Es independiente y voluntariosa, a la vez; tierna, de pronto me abraza con amor infinito, ilímite, inacabable, y me da montones de besos. ¿Qué hacer? Bueno, sentir ese aroma de mejillas de manzana de dos años y medio, y de sus cabellitos desordenados y de dientecitos y colmillitos burleteros, y querer ese ser con el corazón y entendimiento, con todas las potencias de mi alma, mi energía, mi subconsciente, mis arterias y mi totalidad inteligente. Adorarte, Minana, ¿qué más? Siento nostalgia en el fondo de mi alma. Recuerdo a Rosalba, pequeña, delgada, nerviosa, con sus ojos de tigresa en celo, al dejar la cárcel. Apenas palpa nuevamente la libertad se arroja en mis brazos. Otra vez, me dice, tu poema toca el fondo de mi piel. La sorpresa es grande y es bella. Me llena, me transporta, me torna cálida. Tu abrazo me ahoga, tu palabra me dice que tengo que continuar. Siempre estarás a mi lado. Nos besamos prolongadamente. Toma aire y agrega: si esta libertad es verdadera, entonces vale la pena continuar. Todo empezó el 8 de marzo: la tarde se bañaba en una cálida lluvia y mi cuerpo y mi alma se bañaron en tu mirada; luego la música de tu poema quemó mil soledades acumuladas en mis tímpanos ávidos de palabras de hombre. Nicolás Aédo escribió, garrapateó, trazó, señaló, delineó, diseñó, inscribió, epigrafió, apuntó, garabateó, indicó, borroneó, comunicó y signó los siguientes títulos tentativos para este ambicioso ombligo literario: Las aberraciones del abad, El bozo del bonzo, Las cantatas del Cantábrico, El chancro y las chancletas, Los dedos del dinosaurio, El elefante elegante, Las flacas y el follador, Las gonorreas del gnomo, El heno en el helicóptero, Las iras del iguanodonte, Los jodedores de Jamaica, Los kimonos y los kilolitros, Las lloronas de Llanquihue, Las máscaras del mimo, El nylon y las nanas, El ñandú y las ñapangas, La orquídea y el Ogopogo, Las pataletas del parisino, El quijote y la quitapesares, El raro y las Romanowsky, Las solapas del sacamuelas, El tirano y las tetonas, Las urracas de Útica, Las venéreas de Victorino, Los wara-wara y los Windsor, Los xilófonos de Ximena, El yo de las yeguas y Las zapatillas de Zoroastro. Minana dibuja desde que se levanta. Se concentra sobre las hojas de papel en blanco y toma lápiz, bolígrafo o marcador para recrear sus vivencias. Pinta culebras, conejos, aviones y llena interminables cuartillas. De pronto rompe el silencio y comenta simplemente: un conejo. A los 3 años es una artista del dibujo, una bailarina consumada y una soprano prodigiosa. La poesía es bella y es útil, es ética y estética, es goce y testimonio. Mi obsesión por escribir la novela es morbosa. Cada ser es una novela. Cada hombre, cada mujer, llevan dentro de sus cuerpos caminantes una historia de amor, un drama de soledad, una tragedia íntima, una colección de poemas eróticos, un tratado de estética, un libro de ciencias sociales, un discurso político. Desde mis 13 años, en 1959, comencé a ver películas cinematográficas sobre escritores, sobre personas que escribían libros o querían escribirlos; sobre literatura, sobre esta obsesión enfermiza, este toldo de perplejidades, este costal de demonios y entusiasmos. Vi: Una ventana hacia el sol (?). Había un personaje llamado Harry Latimer, un novelista alcohólico que abandona la literatura después de haber tenido abundante éxito; se pierde en la selva y es rescatado por una reportera de Life que pretende realizar una crónica con el título “Harry Latimer: ¿Qué se hizo? ¿Dónde está?” o algo así. De paso descubren las patrañas de unos nazis en territorio americano. La pluma picante: la vi en el Teatro “Escorial”. Trataba sobre una adolescente de clase media en un poblado de los Estados Unidos, de padres cristianos, la cual publica una novela donde pinta a su familia completamente opuesta a la realidad: depravados sexuales, tramposos, irresponsables,. El libro desata un escándalo en toda la nación y se vende como pan caliente. Al final, la niña se casa con el editor, abandona la literatura y... ”happy end”. Creo que era una parodia de los éxitos de precoces autoras como la francesa Francoise Sagan y la americana Pamela Moore. Una chica de 16 años: ¿en el “San Luis”, el “Nuria”, el “Escorial”? No puedo precisarlo. Era una película mexicana sacada de algún melodrama o novelón: una adolescente romántica se sumerge en la lectura de la María de Jorge Isaacs bajo las notas del Sueño de amor de Listz, en contraposición al naciente rock-and-roll que invade los hábitos de sus frívolas hermanas. La noche: la extraordinaria cinta de Antonioni, protagonizada por Marcelo Mastroiani y Jeanne Moreau. Trata de un tal Giovanni Pontano, un novelista que, acosado por la angustia existencial, no vuelve a escribir. Sorpresivamente aparece en la escena de un coctel literario, el poeta Salvatore Quasimodo, Premio Nobel de Literatura. Betty Blue: un novelista vive una torrencial estancia sexual con una esquizofrénica. La película es tierna y violenta a la vez. Africa mía: recreación de la vida y los cuentos de la admirada Isak Dinensen por el continente africano mientras escribe su maravillosa obra narrativa. Crazy Crook: Karen Blixen, una novelista alcohólica, amiga de Hemingway, vive y escribe su mejor novela durante una estancia en el sur de los Estados Unidos. Las nieves del Kilimanjaro, basada en el cuento de Hemingway, dirigido por Henry King, protagonizada por Gregory Peck, como Harry Street. El cuervo: recreación del poema, del cuento y de la vida de Edgar Allan Poe. Desde luego, mi memoria agrega o disminuye poesía y ficción a la ficción y a la poesía. La naranja mecánica: basada en la novela de Anthony Burguess, nos muestra en lenguaje beckettiano imágenes de Dublín, con drovos, pesadillas, neonazis, resurrecciones de Hitler, la Novena Sinfonía y un novelista cuya mujer es violada y asesinada por pandilleros. Cuenta conmigo: un niño vive sus aventuras con compañeros del colegio, las cuales serán el tema de sus futuras narraciones, pues una voz futura las va relatando. Luna de hiel: de Polanski: un norteamericano aspirante a novelista, en París, quiere revivir las aventuras de la “Generación Perdida” pero sólo logra vivir su propia tragedia pasional. La muerte en Venecia: magistral ambientación y colorido: Thomas Mann, Gustav Malher y su Quinta Sinfonía, Luchino Visconti... La inusitada imagen de la belleza asombra en la madurez a un Dirk Bogarde en su mejor momento. Melrose place: serie de televisión: un adolescente alquila y comparte una habitación con una chica, porque quiere escribir. Es obsesivo del oficio. Su primer libreto es una mezcla mediocre de las películas que ha visto, lo cual resulta un rotundo fracaso. Pero luego triunfará. Henry and June: basado en la crónica homónima de Anaís Nin sobre la tormentosa relación entre Henry Miller, June Edith Smith y la propia Anaís, mientras el primero escribía Trópico de cáncer. Last of Weekend (Días sin huella): historia de un alcohólico que quiere escribir una novela que titulará La botella, en los años 40 y 50, en Nueva York. Fondo musical: La traviata. Está dirigida por Billy Wilder. Y ahora brilla el sol: episodios de la vida de un novelista judío en el París de los años 20. Escritor equivocado: escrita por Rob Steward, hace parte de la serie de televisión Intriga tropical: y trata de un novelista norteamericano alcohólico, aficionado al “Bourbon”; que quiere esclarecer un caso policíaco. Avalancha: un escritor, Brian Kent, se refugia con sus dos hijos ---una adolescente y un niño--- en un cabaña para escribir una novela. Pero una avalancha de nieve los sepulta momentáneamente... Cuando por fin pude recuperar la novela que me obsequiaste en 1989, que estuvo embolatada, te quiero entregar unas palabras emocionadas que hice en su ocasión y hoy, releyéndolas, siguen cobrando el sentido de tan grata ¿y por qué no? desaforada lectura. Lo hago a manera de cumpleaños. Quizá atrasado, porque hace un año te llamé a manera de no haber cumplido el plan de enviarte esas palabras como un telegrama. Hace un año, que no es nada, no hubiera imaginado, como hoy lo constato, la posibilidad debida a tu grata invitación de estar en lo mismo. Que este sea otro motivo de abrazarte en tu nuevo año de vida, con más cariño porque quiero hacer muchas cosas pese a mi difícil circunstancia que en veces te he comentado. Esto es una pequeña parte de mi celebración pues con mi afecto pienso hacer otras cosas que luego te comentaré. ¡Salud! ¡Justicia y coraje! El mismo goce inquietante de Santomé en la oficina, ahora metido en una suerte de carnaval que se podría denominar “caos creativo”, para fortuna de los nobles espíritus que casi no nos soportamos transitando caminos o caminatas de accidentes bárbaros. ¿Has notado el placer delicioso del chimú que debe ser amargo? 11-11-90. Un borracho ---no, un ébrio--- sumergido en tu novela, con intenciones de explorar una y otra vez. ¡Salud! ¡José Luis Colegial!

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Biobibliografía

Escritor, poeta y narrador colombiano, nacido en Santa Marta en 1946. Ha sido comentarista bibliográfico de Lecturas Dominicales, suplemento literario de El Tiempo de Bogotá (1979-2000). Nominado al Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos”, en Caracas, Venezuela (1987), con su obra Las puertas del infierno. Premio “Aniversario Ciudad de Pereira”, por su novela El muro y las palabras, en 1994. Ha publicado varios libros de poesía ---El laberinto, Cantoral, Poesía dispersa, Rapsodia del caminante, Oficio terrenal, El libro de las visiones y La fiesta perpetua ---, una obra teatral, La muñeca nocturna y varios libros para niños. En 2004 el Gobierno de Chile le otorgó la Medalla de Honor Presidencial “Centenario Pablo Neruda”.